Casquería romana: una de callos
Una de mis devociones más plebeyas, que son muchas y muy plebeyas, es mi afición a los callos. Esa variedad gastronómica que consiste en cocinar y comerse los intestinos y el complicado estómago de los rumiantes sin pararse mucho a pensar en ello. En España, al contrario que en otros países vecinos, aún no ha alcanzado el reconocimiento que se merece y no ha saltado a los menús de los restaurantes de carta, debiendo ser encontrado refugiado en las listas de tapas de los bares y mesones. La causa tal vez podría ser de racionalidad gastronómica, porque los callos españoles suelen ser muchísimo más contundentes que los de sus vecinos y la cantidad para su degustación sea mejor que se ajuste al recipiente de la clásica tapa y no a la de un segundo plato de una comida de tamaño natural.
El secreto del guiso de callos está, evidentemente, en la salsa, porque las vísceras en sí no son grasientas ni sabrosas y necesitan ser alegradas con sabores complementarios y especias. Y así ocurre casi siempre, aunque la rolliza salsa especiada de nuestros callos es especialidad puramente carpetovetónica. A mí particularmente (fino que es uno) me gustan mucho los franceses, les tripes à la mode de Caen, y recuerdo especialmente unos que servían en un pequeño restaurante popular (de manteles de hule) del antiguo mercado parisino de Les Halles llamado Le Petit Ramoneur. Una ligerísima salsa confeccionada con Calvados, el exquisito aguardiente de manzana de Normandía, envolvía los callos con un delicado y untoso aroma y los convertía en un manjar exquisito.
Los portugueses (dobrada a moda do Porto) los hacen también más suaves que nosotros y los mezclan con la clásica feijoada, de alubias blancas, convirtiéndolos con ello en un guiso de cuchara armonioso y reconfortante, siempre que te los sirvan calientes, claro, y no como al pobre Pessoa, de quien nunca dejo me acordarme cuando los como.
En mi viaje a Roma me llevé la sorpresa de que los italianos también los cocinan y que los servían (trippa alla romana) en bastantes restaurantes. Pero tras la sorpresa vino la decepción, porque las dos veces que los pedí me los sirvieron cortados en tiras, bañados en una ligera e insulsa salsa de tomate y rociados con queso parmesano. Tal que unos macarrones. El sabor a cocido de los callos predominaba claramente sobre el de la salsa, incluso a pesar del parmesano, por lo que hube de usar más pan para empujar que el que normalmente suelo y casi fundir el medio litro de vino de la casa con que me los habían servido. No volví a intentarlo.
Tras mis dos incursiones en la casquería romana volví a donde nunca debí salir: a los sempiternos platos de pasta, única aportación, aunque poderosísima, de Italia a la gastronomía mundial.
Pero si la curiosidad mató al gato la tentación me la jugo a mí. Volví a picar con el rabo de ternera (coda alla vaccinara). Y vuelta a lo mismo: cocido y en salsa de tomate. Esta vez se ahorraron el detalle infantil del quesito por encima, pero hubiera dado igual. Tachado definitivamente de mi lista de rabos, en cuyo ranking no está en cabeza, curiosamente, ninguno de Córdoba, que pasa por la patria de ese plato. Lo encabezan el de Cádiz, concretamente el de un restaurante marinero junto a la Plaza de San Juan de Dios, y el del restaurante de la antigua estación de Cabra. Como detalle exótico, aunque no está entre mis favoritos, destacaría la sorpresa del rabo de ternera a la birmana que sirven en el restaurante oriental Confucio de la capital cordobesa. Al curry, naturalmente. Y sin pan pa empujar.
Volviendo a los callos me ha dicho un pajarito que los mejores del mundo son los de Orense, especialmente si han sido cocinados con agua de A Fonte das Caldas.
10 comentarios:
¡¡Lo que come el hombre blanco, por Dios!!!
Yo la casquería, ni regada con tinto.
:)
Pues nadie lo diría. Madona no es precisamente solomillo.
Soy vegetariana, no se como podeis comer animales muertos (perdon por los acentos)
saludos nocturnos,
linda muñequita
Bueno, la verdad es que lo que me gustaría es poder anestesiar al animalito, cortarle el trozo exacto que me voy a comer, coserle la herida y mandarlo al campo a que se restablezca correteando entre tréboles y aromáticas hierbas silvestres. Pero me temo el gremio de carniceros no lo consentiría y organizaría manifestaciones multitudinarias para impedir la proliferación de imitadores.
aupa manuel!
Joder! Hazarem coincidimos en esto de los callitos. No lo puedo resistir, siempre los pido. Los he comido muchas veces en los mesones de la cava baja de Madrid, pero... y no es por hacer patria, los callos en Córdoba los hacen del diez.
Con ese fondo de yerbabuena, que no sabes si comes caracoles o callos... mmm!
En la Av. de Barcelona, hay un barito vulgar, de nombre Bar Ogallas, que prepara los callos con manitas más ricos que he comido. Buscalos.
se me olvido firmar.
Calleja
A los callos les pasa como a la tortilla de patatas: que como a nuestra santa madre no le sale ni a Arguiñano. Callos ricos, los que hace mi madre, una linarense que vive en Madrid desde hace medio siglo, y que jura que aprendió a hacerlos de una madrileña castiza... aunque habría que comprobar esa versión.
Tienes razón sobre las "trippe alla romana". Vale mucho más la contribución judía a la gastronomía popular romana, con sus rebozaditos (esos que llamamos por aquí "a la romana"). Si me tengo que quedar con algún plato simpático y original, las "olive Ascolane" (unos aceitunones enormes, rellenos de carne y empanados) y las "fiore di zucca" (flores de calabacín rellenas y en tempura). Es una cocina popular, y muy rica, como sucede también con el "supplì", que es la croqueta que se hace de aprovechamiento del "risotto".
Un saludo, Manuel
Mado
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Mmmmmm que tentadorrrrr!!
Me recuerda al plato de pasta rellena que me pedi la semana pasada en Campo di fiori.
Creo que mañana repito plato :)
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