(del laberinto al treinta)


martes, 21 de febrero de 2006

Imanes, ayatolas y otras hierbas venenosas

Realmente los musulmanes se están revelando como unos plastas. ¿Todos? Bueno, probablemente algunos (lo sé, los conozco) estén horrorizados por la actitud de sus correligionarios, pero como no pueden abrir la boca por el riesgo de que los apedreen, los encarcelen o los exilien, como que no cuentan. Yo me considero un mediano conocedor del mundo islámico. He visitado con placer casi todos los países “visitables” en los que la mayoría de la población profesa esa curiosa religión, he estudiado su historia y las raíces de su materia cultural, he aprendido los rudimentos de su lengua y hasta me puedo defender en ella circunstancialmente. Tengo amigos árabes más o menos creyentes. Por otra parte no creo pertenecer a esa estirpe de arabistas que han acabado (¿o lo fueron ya de chiquititos?) como resueltos odiadores de todo lo que suene a islámico, caso del norteamericano Bernard Lewis (asesor de Bush) o nuestro esforzado arabista cruzado Serafín Fanjul, punta de lanza experta en asuntos musulmanes del incendiario Savonarola radiofónico contemporáneo Federico Jiménez Losantos.

Pero considero que el lamentable espectáculo en el que se han embarcado las masas musulmanas ya no admite ninguna disculpa. Bush y sus aliados guerreros puede que tengan mucha responsabilidad de haber engasolinado el ambiente a la espera de una cerilla (protegiendo a Israel, ese estado ladrón y asesino, e invadiendo y destrozando sin miramientos uno de sus países) pero esas miles de miles de manifestaciones que convocan a cientos de miles y cientos de miles de musulmanes (pocas musulmanas se ven ¿no?) en decenas de países protestando por una solemne gilipollez como son unas caricaturas publicadas en un oscuro periódico de un minúsculo país que el 99,9 % de ellos no sabe situar en un mapa denota una capacidad de estupidez que sobrepasa la horma natural de la humanidad. Sí, ya sé que las masas cuando se desbocan no responden a lógicas ningunas. Pero desde luego sí sé también que las masas no se desbocan solas. Incluso cuando las mueve el hambre o la más lacerante injusticia necesitan el motor de unos líderes que las azucen. Y si en esos casos esos líderes cumplen una misión benefactora y pueden ser considerados héroes liberadores, en este caso, esos líderes no son más que una pandilla de hijos de mala madre. El líder-imán barbudo de la comunidad musulmana danesa el primero. Los castrados mentales barbados de los países musulmanes que se han levantado en gritos y peticiones de ensangrentamiento, los segundos.

Y los líderes políticos occidentales los terceros. Una cosa es escuchar a los desquiciados imanes ofendidos por las viñetas y otra no saber responderles con la adecuada contundencia, espetarles lo que les espetó el periodista jordano y que desde luego no pudo cundir entre sus colegas porque fue fulminantemente defenestrado y encarcelado como ejemplo para disidentes: que atenta mucho más contra el honor del Islam las imágenes exhibidas por ellos mismos de piadosos musulmanes degollando a personas inocentes, o el indecente contraste de los obscenos saudíes o bruneíes despilfarrando el dinero que Allah les proporciona, mientras no parecen enterarse de que el resto del mundo musulmán se cuece en su propia miseria material. O el genocidio que perpetran desde hace años sus correligionarios sudaneses contra las minorías no musulmanas del sur del país. O la crueldad de las mutilaciones femeninas o el encarcelamiento bajo burkas y chadores de sus mujeres. Miseria religiosa. Si todas las religiones son intrínsecamente peligrosas y malvadas, el Islam parece empeñarse en ganarse el premio a la constancia. Lo más desasosegante es la unanimidad. Esa unanimidad que existe en todo el orbe musulmán. No se explica sólo por el cemento que significa el olor del establo de la religión. Los perros guardianes de los rebaños tienen dientes afilados. La disidencia se castiga duro, con la prisión, con la tortura, con la muerte. La mera profesión de descreimiento. Y ya va siendo hora de que se les diga.

Y va siendo hora de que los líderes de los países occidentales, en lugar de consentir la perpetuación de los guetos y de no luchar con todas sus fuerzas por la integración de los inmigrantes en sus propios países, en lugar de consentir irracionalmente los crímenes israelíes o invadir a sangre y fuego, colaborar o simplemente mirar para otro lado, con la falsa excusa de llevarles la democracia, al país musulmán que consideren merecedor, se pongan de una vez a la tarea de proteger y exigir protección para los disidentes musulmanes de esos países, a financiar y a dotar de medios a aquellos que estén dispuestos a hablar a sus vecinos de respeto al no creyente, a liberarse de las patrañas que les inculcan esos castrados morales que son los imanes y ayatolas, a enseñarles que para adoquinar el camino del progreso moral y material los pueblos han de cubrir primero con el cemento de la racionalidad los pantanosos barrancos de las mitologías y las supersticiones. A mostrarles que el sano individualismo humanista que proclama la libertad de cada persona frente al destino es mucho más higiénico provechoso, y hermoso que esa pertinacia pegajosa, miasmática y estéril en revolcarse perezosamente en la umma, en la comunidad de los creyentes. A escuchar a Gilles Kepel y a otros como él que llevan años avisando del peligro de dejar a los curas de cualquier religión que rijan las conciencias de las gentes.

Aquí ya nos libramos con mucho sudor y lágrimas de los chantajes morales de nuestros asilvestrados curas. No debemos consentir que nos avasallen estos nuevos. Sin complejos.