(del laberinto al treinta)


domingo, 6 de noviembre de 2016

Distopía y lucha de clases

En 1998 aparecía un libro titulado “Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz” del biólogo estadounidense Lee M. Silver. En el corpus central de la obra desarrollaba científicamente las posibilidades reales de la clonación de seres humanos en el futuro. Pero como prólogo y como epílogo colocaba dos ficciones futuristas, complementarias al Mundo Feliz de Huxley, ubicadas en 2010, 2050, 2350 y 2997. Terroríficas, y a pesar de que, llegada y pasada la primera de esas fechas no se hubiera cumplido su profecía, no por imposibilidades técnicas, sino meramente legales, perfectamente posibles. La humanidad se acabaría dividiendo en dos grandes grupos, uno minoritario dueño de la riqueza, los “genricos”, una aristocracia genéticamente enriquecida y los “naturales”, o sea el mayoritario resto. En 650 años formarían dos especies diferenciadas incapaces de cruzarse entre sí.

Lee M. Silver carga esa evolución sobre los hombros de las posibilidades de los avances científicos para cambiar la vida de los humanos, principalmente los del ámbito biológico, porque en la fecha en que escribía aún no se podía augurar el futuro de la revolución de la tecnológica digital que estaba en ciernes, pero no contaba –él es un científico, no un sociólogo ni un historiador- con los factores de evolución histórica y cuyo estudio desde Marx tantos océanos de tinta ha acumulado.

Es lo que viene a completar Yuval Noah Harari, la inclusión de esa revolución tecnológica –biológica y ahora sí, digital- en la lucha de clases, motor de la historia según el marxismo más clásico. La democracia burguesa, los derechos individuales y el estado de bienestar no son más que estrategias del capital para conseguir domesticar a la clase obrera a la que necesitaba dócil y contenta con su suerte introduciéndola en la rueda productiva también como consumidores, evitando que las presiones reivindicativas rompieran el sistema y ganando de mano a las ansias de igualitarismo que el humanismo ilustrado reclamaba desde el siglo XVIII mediante una sofisticada simulación de reparto de la riqueza. Buenísima cosa por otra parte para todos: sobre todo para los de arriba, pero también para los de abajo a falta de otras expectativas prácticas para estos últimos, precisamente por aceptar las condiciones del juego.

Lo que nos cuenta Hariri ahora es algo a lo que ya estamos asistiendo. Otro ensayo de pseudoficción –porque realmente de lo que habla ya existe en cierto modo- “Telépolis” y los “Señores del Aire” de Javier Echeverría ya lo anunciaba hace algunos años. Los Señores ya no necesitan a las masas productivas, ni contentas ni descontentas, porque los anclajes geográficos no son ahora los estados nación sino las ciudades y países virtuales en los que todos trabajamos a tiempo completo consumiendo y los lazos personales entre explotadores y explotados están desapareciendo y tal como pasaba en las etapas previas al capitalismo, la economía (que sólo sirve realmente a unos pocos) funcionará perfectamente mientras en sus afueras miles de personas viven en la miseria. No ya en las periferias extraoccidentales subdesarrolladas, en las que es la norma desde siempre, sino en el centro mismo del imperio.

Sin duda los españoles que nacimos entre los años 50 y los 60 del siglo XX pertenecemos a las generaciones populares que más han disfrutado de la vida, y no sólo en lo material, en toda la historia, porque gozamos sobre todo de una amplísima pero vertigionosa perspectiva: ser conscientes de quiénes éramos, de dónde veníamos y qué habíamos conseguido en tan solo dos o tres décadas. Y la esperanza fundada en la experiencia guió nuestras vidas y cuando los de siempre nos la destrozaron a golpes –no hace tanto tiempo- ya éramos bien adultos. Parece que, desgraciadamente, ese título de privilegio no nos será arrebatado en muchos decenios o tal vez centurias. A nosotros, que viviremos 20, 30 o 40 años como mucho aún ya no nos podrán arrebatar nuestra vida -con su almendrita interior de la esperanza- pero es doloroso ver como se la arrebatarán antes de vivirla a los que vienen. El propio Hariri dice que, a pesar de formar parte de una evolución histórica sumamente previsible, no hay por qué caer en el determinismo de las leyes inexorables. Tal vez un milagro de la voluntad de los humanos consiga torcer el rumbo de lo que se avecina.

Los creyentes tienen la convicción de que seguirán la evolución desde alguna parte de la otra vida. Los ateos sabemos que no y a muchos visto lo que viene les parecerá un alivio, pero en mi caso y como deseaba también Buñuel, me conformaría con poder resucitar una vez cada diez años y echarle una ojeada a la prensa, si es que aún existiera semejante cosa.