(del laberinto al treinta)


viernes, 26 de enero de 2007

Pasquino y Giordano Bruno (Ecclesia versus libertate semper)

Uno de mis sitios favoritos de Roma fue la pequeña plaza de Pasquino, junto a la Navona, a pesar de que estaba toda levantada, parcialmente vallada y casi cubierta de maquinaria albañilera. En una esquina, pegado al muro achaflanado del Palazzo Braschi se encuentra la estatua que le da nombre, una desportillada escultura helenística sobre un pedestal que mandó colocar allí un papa en 1501. Parece ser que se encontró junto con muchas otras en el subsuelo de la plaza Navona y que su franco estado de deterioro impidió que ningún coleccionista se animara a adquirirla en el tinglado de tráfico de obras clásicas que tenía montada la Iglesia. Afortunadamente. El vecindario le adjudicó el nombre de un artesano contrahecho que vivía por allí y que sobresalía por su maledicencia. Y convirtió su pedestal en una tribuna de la libre expresión frente al poder omnímodo teocrático vaticano. Muchas mañanas amanecía con un papel pegado en el que se criticaba a los poderosos, nobles, cardenales o al mismo papa. Se les llamó pasquines y las autoridades pontificias intentaron impedirlos de muchas formas, incluyendo la de proclamar pena de muerte para quien fuera cogido in fraganti colgándolos, pero el veneno de la libertad de expresión había contaminado la voluntad del pueblo. Pronto otras esculturas callejeras se sumaron a la venenosa moda. Las llamadas estatuas parlantes dialogaron entre sí por varios siglos en una dialéctica que reclamaba la libertad de expresión en medio del asfixiante absolutismo clerical. Pero la de Pasquino ha seguido sirviendo de libre tribuna hasta hoy para las ideas que no tienen cabida en el establishmen informativo oficial o convencional.

En la época en que se construían los distintos elementos de la Piazza Navona, en pleno descomunal despilfarro de riquezas que arrostró la locura barroca de los Papas, mientras el pueblo permanecía sumido en la miseria, apareció bajo el viejo Pasquino este pasquín:

Non colonne vogliamo, non fontane:
pane vogliamo, pane, pane, pane.

(No queremos columnas ni fuentes:
queremos pan, pan pan.)

Es de imaginar lo mal que debió de sentar la extensión por toda la ciudad de tal coplilla al buen papa que derrochaba tanta belleza marmórea para que sus súbditos alimentaran su espíritu con ella. No se sabe si logró capturar al demagogo desagradecido infractor, pero desde luego si así fue menudo futuro le aguardó. Si no que se lo pregunten a Giordano Bruno que fue quemado vivo un par de plazas más allá casi por la misma época (1600) por un quítame de allá esas razones. En el mismo lugar, en el Campo dei Fiori, se alza su imponente estatua, con capucha, como si aún fuera reo sólo digno de vergonzante ocultación facial. Durante las mañanas lo rodean la alegre barahúnda de un mercado callejero que apoya familiarmente contra su pedestal sus frescas mercancías. Por la tarde lo suelen acompañar las golondrinas que acuchillan el vientre del cielo con sus gritos.

Me han comentado posteriormente que en la misma plaza hay un convento de dominicos en el que puede encontrarse una pequeña escultura representando un perro con una tea encendida en la boca. Se trata de una alegoría del fuego purificador de las ideas. Lo del perro no sabemos si se trató de un gol que el escultor les coló a los papas, los portadores reales de dicho fuego, con el que quemaron las obras de Giordano Bruno tras quemar su cuerpo mortal.

miércoles, 24 de enero de 2007

Casquería romana: una de callos

Una de mis devociones más plebeyas, que son muchas y muy plebeyas, es mi afición a los callos. Esa variedad gastronómica que consiste en cocinar y comerse los intestinos y el complicado estómago de los rumiantes sin pararse mucho a pensar en ello. En España, al contrario que en otros países vecinos, aún no ha alcanzado el reconocimiento que se merece y no ha saltado a los menús de los restaurantes de carta, debiendo ser encontrado refugiado en las listas de tapas de los bares y mesones. La causa tal vez podría ser de racionalidad gastronómica, porque los callos españoles suelen ser muchísimo más contundentes que los de sus vecinos y la cantidad para su degustación sea mejor que se ajuste al recipiente de la clásica tapa y no a la de un segundo plato de una comida de tamaño natural.

El secreto del guiso de callos está, evidentemente, en la salsa, porque las vísceras en sí no son grasientas ni sabrosas y necesitan ser alegradas con sabores complementarios y especias. Y así ocurre casi siempre, aunque la rolliza salsa especiada de nuestros callos es especialidad puramente carpetovetónica. A mí particularmente (fino que es uno) me gustan mucho los franceses, les tripes à la mode de Caen, y recuerdo especialmente unos que servían en un pequeño restaurante popular (de manteles de hule) del antiguo mercado parisino de Les Halles llamado Le Petit Ramoneur. Una ligerísima salsa confeccionada con Calvados, el exquisito aguardiente de manzana de Normandía, envolvía los callos con un delicado y untoso aroma y los convertía en un manjar exquisito.

Los portugueses (dobrada a moda do Porto) los hacen también más suaves que nosotros y los mezclan con la clásica feijoada, de alubias blancas, convirtiéndolos con ello en un guiso de cuchara armonioso y reconfortante, siempre que te los sirvan calientes, claro, y no como al pobre Pessoa, de quien nunca dejo me acordarme cuando los como.

En mi viaje a Roma me llevé la sorpresa de que los italianos también los cocinan y que los servían (trippa alla romana) en bastantes restaurantes. Pero tras la sorpresa vino la decepción, porque las dos veces que los pedí me los sirvieron cortados en tiras, bañados en una ligera e insulsa salsa de tomate y rociados con queso parmesano. Tal que unos macarrones. El sabor a cocido de los callos predominaba claramente sobre el de la salsa, incluso a pesar del parmesano, por lo que hube de usar más pan para empujar que el que normalmente suelo y casi fundir el medio litro de vino de la casa con que me los habían servido. No volví a intentarlo.

Tras mis dos incursiones en la casquería romana volví a donde nunca debí salir: a los sempiternos platos de pasta, única aportación, aunque poderosísima, de Italia a la gastronomía mundial.

Pero si la curiosidad mató al gato la tentación me la jugo a mí. Volví a picar con el rabo de ternera (coda alla vaccinara). Y vuelta a lo mismo: cocido y en salsa de tomate. Esta vez se ahorraron el detalle infantil del quesito por encima, pero hubiera dado igual. Tachado definitivamente de mi lista de rabos, en cuyo ranking no está en cabeza, curiosamente, ninguno de Córdoba, que pasa por la patria de ese plato. Lo encabezan el de Cádiz, concretamente el de un restaurante marinero junto a la Plaza de San Juan de Dios, y el del restaurante de la antigua estación de Cabra. Como detalle exótico, aunque no está entre mis favoritos, destacaría la sorpresa del rabo de ternera a la birmana que sirven en el restaurante oriental Confucio de la capital cordobesa. Al curry, naturalmente. Y sin pan pa empujar.

Volviendo a los callos me ha dicho un pajarito que los mejores del mundo son los de Orense, especialmente si han sido cocinados con agua de A Fonte das Caldas.

domingo, 21 de enero de 2007

Paseando por Roma de la mano del "Angulo"

Vista en el plano la calle no parece gran cosa. Uno la ve nacer en la Porta Pia y dirigirse rectamente en dirección noreste-sudoeste hasta su final en la Piazza del Quirinale, en el corazón de la ciudad monumental y así, en frío, sobre una mesa a cientos de kilómetros uno no acierta a verle nada especial.
Una vez con los pies en ella, se la descubre como una calle infestada de tráfico, de aceras no demasiado anchas y poco paseable. Pero hay que recorrer algunos de sus tramos sin excusa porque en ella se ubican algunos de los más importantes tesoros con que cuenta la ciudad. En mi caso, además, se suma una voluntad de rememoración, un buscado reencuentro con las enseñanzas de mi querido Angulo, el libro de texto de Historia del Arte del bachillerato que alcanzó el privilegio de ser conocido sólo por el apellido de su autor, Diego Angulo Iñíguez. En él bebí los primeros vinos del conocimientos de los tesoros artísticos del mundo y a él le debo el filtro analítico base de mis futuras aficiones estéticas.

En su primera parte la calle recibe el nombre de Vía XX de Settembre y la primera parada ha de hacerse ya en su segunda mitad, justo en su esquina con la Vía V.E. Orlando donde forma la Piazza di San Bernardo. En la iglesia de Santa María alla Victoria se encuentra la obra cumbre de la escultura berniniana, el Éxtasis de Santa Teresa, una excitante y vidriosa representación de placer físico y espiritual basada en las propias palabras de la santa cuando describe el metisaca en su cuerpo abierto de la punta de la flecha del amor divino que empuña, sonriente, un pícaro ángel-sátiro.

En la esquina siguiente se alza la iglesia de Santa Susanna, indispensable para seguir la evolución de la arquitectura barroca. Su fachada, de Carlo Maderno, autor también de la de San Pedro, supone un paso más en el proceso embrionario de la concepción barroca de los espacios con su acentuación de la volumetría de los elementos decorativos respecto a la que fue su modelo, Il Gesù de Della Porta, y que eclosionará un poco más adelante, en la misma calle, con los dos paradigmas antitéticos del barroco romano: San Carlo alle Quatro Fontane de Borromini y Sant’Andrea al Quirinale de Bernini, separadas por trescientos metros, para que los alumnos de don Diego Angulo pudiéramos comprobar sus enseñanzas en dos zancadas. La zonificación por planos del clasicismo, la impresión planimétrica, de la que hablaba Wölfflin, da paso ya plenamente a la búsqueda de la esencia del efecto, la sal de la apariencia, en la intensidad de la perspectiva honda (1). La pequeñez de ambas iglesias las convierte en verdaderos experimentos de laboratorio en el que los dos genios tratan de condensar sus concepciones del espacio en movimiento. Ambos conciben interiores ovales, pero con fines distintos. Borromini coloca el altar en el extremo del eje mayor, creando un juego de ondas con los elementos decorativos de los muros que provocan una sensación como de vértigo al sentirnos arrastrados por ellas hacia adelante. El altar de Bernini, por el contrario, se ubica en el extremo del eje menor del óvalo. Los huecos en los muros y la propia disposición del altar crean un efecto elástico, como si el espacio interior de la iglesia se volviera flexible. Al acercarnos desde la puerta al altar se sufre la extraña sensación de que los extremos laterales del eje mayor se estiran y nosotros somos llevados suavemente hacia adelante.

En las fachadas también se muestran claramente las diferencias de talante de los dos genios, ya que en ambos se siguen ritmicamente los motivos del interior. Mientras que en la de Sant’Andrea de Bernini, la rotundidad escenográfica, propagandística del propio templo, se hace patente en el porche oval que invade la calle sujetado por dos columnas exentas, en la de San Carlo de Borromini se repite el movimiento de los muros interiores, pero ahora longitudinalmente, en un juego de lineas cóncavas y convexas, sin que ninguno de los elementos destaque sobre los demás, produciendo una sobrecogedora sensación de inestabilidad, de crisis, de fugacidad incontrolable.

A partir de la esquina con la Vía delle Quattro Fontane, la XX de Settembre cambia de nombre por la de Vía del Quirinale, recorriendo su último tramo flanqueada por el romántico parque en cuyo centro surge imponente la estatua ecuestre del segundo rey de Italia, Umberto I y por los sobrios y altos muros del Palazzo del Quirinale, sede de la presidencia de la República, hasta derramarse en la luminosa Piazza del Quirinale con su espectacular fuente de los Dióscuros guardados por un obelisco. Bajando la escalera y torciendo por la primera a la derecha se alcanza en tres pinceladas la Fontana de Trevi. O mejor aún alcanzarla regresando hasta la esquina del Palazzo y bajando por la Vía dei Giardini, una silenciosa calle que no ha debido variar su aspecto en tres siglos y que nos empuja por sorpresa en su final a la monstruosa boca del túnel que atraviesa la colina del Qurinale.

Volviendo al lugar donde se juntan la Via delle Quatro Fontane y la Vía XX de Settembre justo en el lugar donde ésta última cambia su nombre, están desde el siglo XVI las cuatro fuentes que le dan nombre a la equina. Poco interesantes y muy descuidadas, son las centinelas sin embargo de uno de los puntos más mágicos de Roma, una especie de aleph que resume toda la ciudad en un sólo vistazo circular. Eso contando con que uno consiga mantenerse el suficiente tiempo en el centro de la calle sin que lo hagan papilla las decenas de coches por minuto que a toda velocidad la cruzan. Desde allí pueden verse tres obeliscos, los Dióscuros del Quirinale, la Porta Pía, y cuatro iglesias: muy cerca San Carlino y Sant’Andrea y escalando otras colinas Santa Trinidad dei Monti y, Vía delle Quattro Fontane abajo, la enorme popa de Santa María Maggiore dominando el Esquilino.



(1) Heinrich Wölfflin: Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Ed. Espasa, Col. Austral, Madrid, 1997 (1ª edición de 1924). (VOLVER)