(del laberinto al treinta)


domingo, 29 de octubre de 2017

Los hitos de la histérica historia de España

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Cuánta razón tienen aquellos que afirman que estamos viviendo momentos históricamente cruciales. Probablemente se trate de uno de los cinco momentos más cruciales en la historia de este triste país en los últimos 200 años. O sea, de la Edad Contemporánea. Eso después de que en la Moderna pasáramos a la de los países de occidente como el único que perdió definitivamente todos los trenes de la modernidad, los de las tres Erres: Renacimiento, Reforma y Revolución. Y para seguir la nefasta e inviolable tradición patria, se trata de un nuevo hito en la frustración histórica, evolutiva, de descabezamiento de la esperanza de que este país se convierta alguna vez en un estado auténticamente republicano —base de la única democracia posible y respetable para empezar a hablar— con las cuentas con la Justicia y la Ilustración perfectamente ajustadas. Y sobre todo un país en el que el pacto social se instaure sobre bases de racionalismo y solidaridad, negociaciones entre ciudadanos completamente iguales y no en las de etnicidades, castas políticas, sociales o económicas, ni en las de esencias inmarcesibles o principios grabados en columnas de iridio y platino.

Porque lo que está ocurriendo en estos días es de nuevo un error de dirección en la encrucijada, la pérdida de una oportunidad impagable de acabar por fin con el Régimen del 78, ese régimen que nació sobre la capa de humus putrefacto de la impunidad de una dictadura asesina y cuya Constitución y sistema electoral fueron dictados a punta de pistola por la banda de criminales que habían secuestrado al país durante cuarenta años tras perpetrar un genocidio de demócratas y cuyas fuerzas políticas alternativas aceptaron y decidieron todo lo que se les impuso, entre otras cosas no exigir ni un gramo de justicia, ni reclamar un solo céntimo del botín del monumental latrocinio de esa banda y entregar —y costear con fondos públicos— el control de la educación de las nuevas generaciones a la cómplice y beneficiaria de todos aquellos crímenes y latrocinios, la Iglesia Católica.

El que una parte casi mayoritaria de los ciudadanos de Cataluña hayan decidido romper, con la excusa del independentismo —que no es ni mucho menos lo único que los mueve y que sobrepasa el control de sus políticos—, con ese estado rojigualda putrefacto, gobernado ahora por una nueva banda de (presuntos) delincuentes, con vínculos familiares e ideológicos con la banda anterior y apoyado por los trileros transicionistas del puñito y la rosa, podría haberse convertido en una ocasión pintiparada para que otra buena parte de los ciudadanos de las demás comunidades se les sumaran en el afán de disolver este estado y fundar otro nuevo desde unos presupuestos más igualitarios, democráticos, justos e higienizados de patógenos nacionalcatólicos y ultraliberales, esos patógenos representados por los partidos que dicen representar la soberanía popular manteniendo como cohesivo a un rey con vínculos dinásticos con la dictadura. Y que sólo sirven a los intereses de las multinacionales. Especialmente de las energéticas que pagan sistemáticamente los servicios de sus empleados políticos con millonarios retiros.

— Como en 1814 en que expulsamos a navajazos guiados por las mugrientas sotanas de los curas a los que nos traían la Ilustración al grito de ¡vivan las caenas!

— Como en 1874 cuando los espadones decapitaron la esperanza de un estado republicano federal.

— Como en 1936 cuando los salvajes militares coloniales, la inquisitorial Iglesia Católica, y la burguesía agrario-industrial fascista impidieron con un genocidio que se consolidara definitivamente un estado representativo normal en España.

— Como en 1978 cuando se entronizaron dos castas de políticos oportunistas, procedente una del franquismo que defendía su ensangrentado botín y otra de la nada antifranquista. La que sacrificó, traicionando milimétricamente todos y cada uno de los vínculos del nombre de la organización política que parasitó con el republicanismo y con sus muertos enterrados en las cunetas, el derecho a la justicia y a la democracia plena de todo un pueblo que salía de una crudelísima dictadura a las posibilidades de un nuevo reparto de botín en beneficio exclusivo propio y del de sus contratantes, los Mercados Internacionales. Sin resistencia alguna, manteniendo la farsa incluso cuando alcanzó mayorías suficientes para higienizar mínimamente el país, escondiendo bajo ingentes montañas de billetes de banco sus raíces socialistas, humanistas y democráticas.