(del laberinto al treinta)


martes, 19 de abril de 2011

Provecho de la xenofobia


No cabe duda de que la redacción del proyecto de ley que está preparando estos días en Francia la derecha perifascista del presidente Narkozy responde a presupuestos claramente xenófobos. Se trataría de impedir que los musulmanes usaran la calle como lugar de rezo colectivo como vienen haciendo en aquellos lugares en los que carecen de mezquitas, éstas no tienen suficiente aforo o el boicot de las autoridades municipales les impide construirlas. Me imagino que esta prohibición, en la equitativista Francia se hará extensivo a todas las demás formas de rezo de todas las demás formas de superstición fideística, incluidas las procesiones católicas. Pero ocurre que en la laica Francia la tétrica tradición católica de procesionar propagandísticamente sus representaciones de cadáveres torturados fue abolida desde los mismos inicios de la Ilustración entronizada en República y sólo pervive, junto con otras macabradas de inequívoco sello español como la torturomaquia, en las zonas que, por su condición de limítrofes con la península, están más expuestas al contagio de la vesania y el esperpentismo ibérico. Por ello el prohibicionismo de raíz xenófoba de la derecha nacionalista gala no va a presentar un problema para el catolicismo militante autóctono, que se mantiene, de momento, en un discreto estado de modulada expectativa, a pesar de los jaleamientos que desde el propio gobierno y desde la ultraderecha no vergonzante viene recibiendo. Prefiriendo que a la competencia se le limen los dientes a costa de la represión propia de afilar los suyos.

Dado que en nuestro país comienza a manifestarse el mismo fenómeno que en el país vecino de ocupación de la vía pública por los orantes musulmanes por escasez de espacios adecuados y en vista de que su habilitación viene siendo boicoteada estratégica y sistemáticamente por las autoridades municipales de cualquier color podríamos preguntarnos si corre peligro el rezo callejero en las calles españolas, o sea las procesiones de Semana Santa y todas las que usurpan el espacio público el resto del año cada vez más atrevidamente en caso de que las presiones sociales obliguen a los políticos que vienen a imitar a su correligionario francés. No lo deben creer así los narcocofrades ibéricos porque en caso contrario se habrían solidarizado vehementemente con sus equivalentes de la competencia del país vecino colgando lazos verdes, el color del islam, de los varales de sus aparadores ambulantes. Aquí, están seguros, tienen cogidos a los políticos por las pelotas con el alicate de los votos. Claro que tal vez no han contado con la posibilidad de que los musulmanes franceses eleven una reclamación al Tribunal de Estrasburgo exigiendo igualdad de trato respecto al otorgado oficialmente a las cofradías católicas españolas. Para los derechos civiles, podrían proclamar, o todos moros o todos cristianos, valga la rebuznancia. Y exijan una ley común para todo el espacio europeo. Sería de mucha risa, ¿qué no? Porque en cuestión de derechos no valen las ventajas que pudiera arrogar la longevidad de una tradición. Véase el caso de la ablación del clítoris entre los africanos o el de la canónica sumisión de la mujer en el catolicismo y en el islam. La opción sería o seguir permitiendo que las calles se llenen los viernes de musulmanes con el culo en pompa o que todas las de Europa se conviertan en lugares libres de manifestaciones supersticiosas. Sin excepciones.

Sea como sea los que siempre perdemos somos los que no creyentes, y en nuestra propia negatividad nominal podemos encontrar la raíz de nuestra exclusión y derrota permanente. Como no creemos en nada (entendiendo nada por las paparruchas supersticiosas de cualquier índole, llámese religión, magia, astrología, homeopatía o ufología), no tenemos derecho a sentirnos ofendidos por manifestación alguna de los creyentes, sea directa o indirecta, como ellos sí lo tienen a la viceversa. Porque ellos y no nosotros participan de lo sagrado, que es lo único que tiene capacidad y derecho a ser ofendido. Y por eso blasfemia llaman a nuestras acciones militantes y libertad de expresión a las suyas. Pero lo peor no es que los farsantes tiarados recamados de oro y pedrería hagan ese distingo entre ambos esfuerzos para consumo propio, sino que la legislación española la contemple también y castigue a unos y les ría las gracias a otros por los mismos hechos.

Así, ocurre que el derecho a la crítica más o menos feroz, pero siempre legítima, a las creencias, que no son otra cosa que ideas, absurdas, pero ideas, de los creyentes en seres imaginarios son consideradas frecuentemente, tras la consiguiente denuncia de los afectados, un delito contemplado en una ley que ha sufrido una rocambolesca historia. Efectivamente el artículo 525 del Código Penal Español convierte en punible cualquier mofa, escarnio o burla dirigida hacia cualquier religión. Esa ley, vigente durante todo el franquismo y creada para blindar al nacionalcatolicismo genocida de duda alguna, fue abolida en 1982 por el Parlamento español nada más ganar las elecciones el PSOE. Era tan evidente la necesidad de esa abolición que hasta el precedente del PP, AP, votó a favor. 13 años después uno de los políticos con mayor grado de putrefacción moral del espectro estatal, el católico y sin embargo auto considerado socialista, Juan Alberto Belloch, a la sazón ministro del Interior del PSOE y actual alcalde de Zaragoza, volvió a resucitarla por su cuenta y riesgo en la reforma del Código Penal de 1995. Un caso más de lo que Manuel Peris llama la izquierda penitente, formada por una pléyade de políticos populistas mayormente del PSOE, pero también de IU, que no tienen empacho en aparecer impúdicamente en manifestaciones propagandísticas nacionalcatólicas portando los símbolos bajo los cuales se genocidió a sus antecesores políticos, unos por manifiesta incongruencia ideológica, mientras que otros justifican su protagonismo en estas carpetovetónicas liturgias alegando que más que actos religiosos se trata de manifestaciones culturales, de tradiciones populares. Como si las manifestaciones culturales o las tradiciones fueran inmutables y carecieran de contenido ideológico o de sentido político.

Como apunta incisivamente el autor del blog Flash de Cámara en una magnífica entrada titulada El fraude aconfesional español: La libertad de expresión solo puede tener un límite: las personas. O más concretamente su derecho al honor, a su buen nombre y a su reputación. Las ideas, como conceptos abstractos no tienen que ser respetables. No es propio de una democracia avanzada que su sistema legal disponga de preceptos orientados a proteger lo abstracto. Eso es más propio de las teocracias. La religión pertenece a ese ámbito, algo incuestionable a tenor de la cantidad de credos religiosos existente en el mundo incompatibles entre sí. Por muy asentado que esté un sistema de creencias en un lugar, no deja de ser la opción personal de quienes lo asumen, no una realidad incontrovertible que deba tener reflejo en el plano terrenal.



Por ello tiene absoluto sentido que las cabronescas autoridades locales, autonómicas y estatales hayan cerrado filas para prohibir una manifestación cívica tan legítima como la que en los mismo días celebran los católicos: la Procesión Atea de Madrid. Porque vivimos en un estado claramente teocrático con leyes que apuntan convictivamente a la patentización partidista de la existencia de seres trascendentes que instauran instancias situadas por encima de las leyes y las normas de convivencia que podamos dotarnos los humanos.

Así, y visto lo visto, la ya convocada para el año que viene Procesión de Desagravio a Nuestra Señora de la Razón Científica en sus Ofensas Dolorosas del Oscurantismo y la Superstición, en la que se sacarán por las calles de Córdoba en solemne procesión libros de Spinoza, Darwin, Marx, Freud y Einstein, así como representaciones de los propios autores crucificados en el madero de la irracionalidad y sujetos a él con los clavos de la intolerancia, el mismo día que procesiona una llamada Hermandad Universitaria, unida umbilicalmente a la Universidad de Córdoba, bendecida por las autoridades académicas y formada por miembros de misma, tiene pocas posibilidades de celebrarse legalmente. La convocatoria no tiene afán provocativo, sino meramente testimonial y de apoyo a las convicciones ideológicas de sus organizadores, tan respetables como las de los católicos, toda vez que consideran absolutamente delirante e incurrente en flagrante estafa intelectual, moral y económica el que un organismo de la naturaleza de una universidad de un estado de la Comunidad Económica Europea del siglo XXI organice procesiones cofrades nacionalcatólicas no con ánimo de edición facsímil meramente ilustrativo, sino con afán de proselitismo supersticioso y de extensión de disciplinas contrarias al espíritu y a la letra de las que la sociedad les tiene encomendadas.