(del laberinto al treinta)


domingo, 18 de noviembre de 2012

Aniversario de boda

Hace apenas un rato, en el momento justo en que las manitas del reloj de las Tendillas se hubieron unido como las de un devoto hindú y comenzó a sonar la primera de las notas de las soleares de Juan Serrano, se cumplían 30 años (fue un 18 de noviembre de 1982 a las 12 de la mañana), de que C. y yo nos plantáramos ante un juez para que nos bendijera en nombre del estado y certificara que cumplíamos los requisitos legales para poder disfrutar de los privilegios de las parejas (de distinto sexo, claro) que se prestaran a ello. El año anterior los más fieles militares franquistas habían tratado de emular a sus colegas chilenos y argentinos. Apenas un mes antes los cabecillas del comando que arteramente se había hecho con el control del hasta entonces respetable PSOE en el congreso de Suresnes (1974) con el fin de desactivar su potencial izquierdista y sancionar a golpe de desmemoria el genocidio franquista coronaban la misión por la que el capital europeo lo había contratado. La movida, esa orgía de falsa libertad y de creatividad de celofán que apenas sirvió para tapar con su perfume de garrafón el pestazo a cebollino del sobaco nacional estaba en su apogeo y el chorro de pasta pública para bagatelas culturales y oropeles expositivos asordinaba convenientemente las bocas de los críticos. El capital, la alianza del camisa vieja franquista con el encorbatado europeo, se frotaba las manos ante tal olla en ebullición.

Lo mejor de todo es que éramos jóvenes y teníamos voluntad, y motivos, sobre todo motivos, de rebeldía. El mundo cambiaba, lo habíamos deseado ardientemente, pero no en el sentido que hubiéramos querido. C. y yo contribuíamos, modestísimamente, a la resistencia viviendo arrejuntados, sin papeles. Era un simple símbolo, pero creíamos firmemente que el estado no era quién para concedernos su aquiescencia para vivir con quien nos diera la gana. Pero el estado tiene siempre presta la manzana de la tentación colgando del árbol del paraíso de la libertad personal y te la anda ofreciendo a cada paso con ofídicas maneras para controlarte y encerrarte en el corralito social. C. consiguió su plaza en un pueblo alejado mientras yo la tenía en Córdoba. El estado entonces, en un alarde de discriminación que luego se eliminó por inconstitucional, ofrecía a los casados que trabajaban para él una mayor facilidad para los traslados que a los solteros, arrejuntados o casapapivivientes. Por algo se llamaba reunificación familiar. Los demás no eran para el estado familias. Tras muchas deliberaciones e intentos de trampear nuestras convicciones caímos directamente: la diferencia, de un mes a varios años, era una tentación irresistible. Bueno, resistible era. Pero tampoco éramos mártires de la fe. Así que podríamos decir que nuestra relación se instituyó sobre una convivencia por amor y un matrimonio de conveniencia.

La boda la planteamos como si de solicitar un certificado normal se tratara. Pedida de instancias en el juzgado, falsificación de fe de vida y soltería (lo firmaron dos desconocidos que pasaban por la puerta de los Juzgados porque los amigos que debían hacerlo se durmieron tras una noche de juerga) y entrada en lista de espera (sólo 15 días por entonces) para la ceremonia, o sea la firma definitiva de los papeles. Pensamos en un primer momento no decírselo ni a la familia para evitar que se convirtiera en eso, en una ceremonia, pero al final decidimos sensatamente que no se merecían semejante feo y lo hicimos con el aviso de que se trataría de eso, de un simple trámite burocrático. Tres de los padres se lo tomaron con más o menos resignación, el cuarto incluso se negó a participar por principios religiosos. Hermanos y cuñados y ya está. Y rogamos ropa de diario. Para que nadie desentonara con los contrayentes.

Pero el punto que se ha convertido casi en una leyenda urbana fue el hecho de que yo pidiera y firmara una salida en el trabajo para ir a mi propia boda. Lo hice por la única razón de no desperdiciar ni uno de los quince días de permiso que me correspondían. Cuando se lo comuniqué el día de antes mi jefe montó en cólera y me acusó de hacer escarnio, católico practicante como era, no sólo del matrimonio eclesiástico sino también de las instituciones civiles. Lo coronó con un fantástico ¡los jóvenes de ahora es que no respetáis ná de ná! de lo más teatral. Juro sobre los gayumbos de Voltaire que no fue esa mi intención, ni me planteé con ello el hecho de ultrajar libertariamente institución alguna, pero el descubrimiento posterior de que mi jefe lo había publicitado y de que aún hoy treinta años después se siga recordando cíclicamente y comentando como una excentricidad propia de un desharrapado social y moral en mi centro de trabajo ha acabado por convencerme de que fue un testimonio de simbología libertaria que compensaba de alguna forma la caída en rendición de principios de la boda en sí.

Así que a las doce menos cuarto llegué a la puerta de los juzgados desde el trabajo en la vieja vespa que conducía entonces, con vaqueros, zapatillas, un jersey sobre camisa abierta y mi ajada pelliza sobre la que caía la melena que calzaba entonces. Y, claro, sin casco. La novia, guapísima, ya esperaba en la puerta ataviada con un simple vestido negro y unos ligeros toques de maquillaje extra. Afortunadamente la familia se portó y se presentó sólo discretamente arreglada. A las doce en punto ante dos testigos de la familia, un abuelo y una madre, y un juez extremadamente bonachón que se frotaba las manos como un cura y hablaba como un obispo, firmamos la renuncia a vivir jurídicamente según nuestra voluntad a cambio de la infumable regalía de ahorrarnos varios años de separación laboral.

Mi madre, de todas formas, se encargó de bendecir por su cuenta aquella unión según los cánones religiosos cuando a la salida de la sala del crimen nos acorraló contra un muro, levantó el brazo como una terrible arma ofensiva, hizo una gran señal de la cruz y perpetró la fórmula: En nombre de Dios yo os caso a los dos. Amén.

Un par de días después estábamos por Madrid en casa de unos amigos. Para parodiar, esa vez sí conscientemente, las lunas de miel de la mayoría de las parejas españolas que, en plena Dictadura, comenzaban a poder permitírselas, pedimos a los amigos que nos llevaran a El Escorial. Terrible coincidencia: 20 de Noviembre cerca de Cuelgamuros…

Ni C. ni yo somos de celebraciones conmemorativas. Yo especialmente. Podéis comprobarlo buscando, si queréis pero infructuosamente, reseña alguna sobre los cumpleaños o cumpleposts de este blog. Jamás hemos conmemorado la fecha de la boda, que siempre consideramos un simple trámite administrativo. Y sólo en fechas muy redondas, por pura y relajada integración social, celebramos el aniversario de nuestro primer encuentro en serio.

Pero esta mañana cuando pasaba por la plaza de las Tendillas unos minutos antes de las 12 me he acordado de este aniversario y me he emocionado. Y me he sorprendido sacando la foto en el momento en el justo en que cumplía. Me he sentado en uno de los bancos bajo un tímido sol y he pensado en todo lo que acabo de contar. Y he pensado que, contra todos los pronósticos de los agoreros, todavía seguimos juntos. Y he pensado que de las poquísimas cosas de las que me siento orgulloso de mí mismo, la principal y más importante es la de haber sabido y podido mantener ese amor intacto. Y se me ha ocurrido contarlo. Por eso y por simple conmemoración, pero también porque representa algo del espíritu y de los valores de ciertos jóvenes de una cierta época, la de las rebeldías juveniles contra los convencionalismos sociales creados para anudar voluntades, contra la corbata, contra la etiqueta… Estos tiempos en que las bodas se han convertido por ejemplo en verdaderas orgías de derroche de estupidez vestimentaria, ceremonial y dineraria. En que las primeras comuniones entrampan a familias por años. En que los quinceañeros de barrio se ponen corbata para ir a sus fiestas de cumpleaños… En fin… Todo eso que hace que de verdad me de cuenta yo mismo y de cuenta a los demás de que me estoy haciendo viejo. Cada vez menos discretamente viejo.