(del laberinto al treinta)


domingo, 25 de mayo de 2014

Esaborío

He de reconocer abiertamente y ya de una vez por todas que yo siempre fui un esaborío. Me ha costado asumirlo a pesar de que llevo desde pequeño escuchando a todo el mundo aplicarme semejante apelativo. Y eso que no me reconozco en la definición que de él da el diccionario. Pero la gente siempre tiene más razón que el diccionario, porque el lenguaje es suyo y no de los académicos. A mí nunca me gustó la feria. Un caso probado de esaboriúra empedernida como cualquiera puede deducir. A pesar de que he hurgado en sesudos tratados de fobiología nunca conseguí averiguar la clave exacta de la causa. Yo creo que es una fobia innata. Algún gen modificado de esos que dicen los científicos que son el motor de la evolución o de la extinción de las especies. Puede que si ese gen se entroniza en la corriente adenómica de los cordobeses la peculiar raza de degustadores de peroles, de ferias y romerías y de humeantes cofradías se extinguiera en esta ciudad. Pero por mí no cuidéis, que yo siempre me supe resistir a la tentación natural de autoreplicarme y el gen morirá célibe en mis testículos.

En este documento gráfico, aparezco atrozmente disfrazado con una camisita de flores de mangas bombachas cuyos faldoncillos han sido estúpidamente anudados a la altura de mi ombligo, un pantalón negro, y supuestamente estrecho, sujeto con una ancha faja y portador de un sombrero cordobés que más que encasquetado parece embutido en mi cabecita de niño de seis años. Me señalo ostensiblemente el lugar exacto hasta donde estaba de la puta feria en ese momento. Me imagino unas horas antes llorando a moco tendido y resisitiéndome heróicamente a la mano de mi madre que trataba de arrastrarme hasta allí. Supongo que mi padre trataba de hacer alguna foto a aquel ser momentáneamente descoyuntado que sólo quería que le quitaran el mamarracho disfraz y lo dejaran en paz con sus tebeos y sus juguetes en la casa. Pero el pobre sólo pudo plasmar la imagen de la esaboriura irremediable de su hijo.

No sé cuantas veces más me llevaron a aquel lugar horripilante. Lo que nunca creo que consiguieran fue hacerme subir a ninguna de aquellas máquinas de torturar los centros del equilibrio a las que llamaban los cacharritos. Sólo me sentía medianamente estabilizado emocionalmente en alguna de las casetas populares favoritas de mis padres atiborrándome de patatas fritas y grasiento pollo asado. Pero también recuerdo con pavor el espantoso ruido ambiental en el que se mezclaban las hirientes salmodias de la tómbola con la desabridez de las voces epicenas de los cantantes de sevillanas y los agresivos pregones de las atracciones. Los chillones destellos del alumbrado y el barroquismo pueril de la decoración farolillera. Y el olor a vinazo mezclado con el polvo de albero que levantaban los pies de los miles de oficiantes de aquella absurda dramaturgia de la diversión.

Pero no creáis que guardo rencor a mis padres. Hicieron lo que tenían que hacer unos buenos padres como los míos. Y lo del disfraz de flamenco debía ser normal que se infligiera a los niños. De hecho los niños y las niñas eran los únicos en aquellos tiempos a los que se podía ver disfrazados de flamencos en el real. Con el tiempo y muy avanzados los años 80 comencé a contemplar con estupor cómo muchas mujeres adultas comenzaron a disfrazarse con traje de faralaes para cumplir los rituales festivos de mayo. Y el colmo de la estupefacción ha sido observar en los últimos años a cientos de señores perfectamente adultos embutidos también en el disfraz de cortijero señorito andaluz que ha acabado por convertirse misteriosamente en el traje masculino folklórico de estos pagos. Es curioso como al contrario del resto del mundo, donde el traje folklórico responde siempre a la vestimenta de domingo del pueblo bajo, explotado, en Andalucía se ha acabado asumiendo la de diario del explotador para el varón y el de la jornalera o gitana de los días de fiesta. Todo un símbolo que haría babear a Freud.

De adolescente y joven pollo sólo fui ocasionalmente arrastrado a la feria, esta vez por la mano de mis escasos amigos, pero sobre todo por la de los ardores de la entrepierna, ya que se suponía que en la vorágine ferial y en el provisional relajamiento moral subsiguiente tendría más oportunidad de pillar cacho de carne femenina tierna y perfumada, una de las escasas competencias que soportaban mis intelectuales ocupaciones de niño rarito y esaborío. Tras varios años seguidos de intentos desesperados nunca me jalé una rosca. Así que un día decidí convertirme en un no consumidor de feria, en un adepto a la secta de los abominadores de ese enorme botellón legal y disparatado.

Ahora ya sólo la soporto cada año desde mi azotea cuando me llega como el rugido lejano y sordo de una gran bestia que reclama víctimas a la orilla del río, alejado ya por fin felizmente de la ciudad.