(del laberinto al treinta)


miércoles, 16 de julio de 2008

Los jodíos ingleses...

PATENTE DE CORSO
Nuestros aliados ingleses


ARTURO PÉREZ-REVERTE (XLSemanal 13 de Julio de 2008)

Esta semana que viene toca de nuevo conmemorar batallita. Y no se trata de una cualquiera: en Bailén, el 19 de julio de 1808, dos meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de infarto, en el que nuestra selección nacional –tropas regulares, paisanos armados y guerrilleros– aguantó admirablemente los dos tiempos y la prórroga. También es verdad que fue la única vez que ganamos la copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que operaban en la Península. Si algo demostramos los españoles durante toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos conciliara. Paradojas de la guerra: por eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla, se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y mataran entre ellos mismos.

Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra con poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella; ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones. Y tiene razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho. En primer lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora. Por último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo, más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil. Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del general Moore en La Coruña, se evidenció en los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián.

Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros. Historiadores españoles contemporáneos como Toreno y Muñoz Maldonado, por aquello de la delicadeza entre aliados, pasan por el asunto de puntillas; pero los mismos ingleses –Napier, Hamilton, Southey– lo cuentan con detalle. Sin olvidar la memoria local de los lugares afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación británica. En Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los franceses fue seguida de una borrachera colectiva –extraño, tratándose de ingleses–, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las señoras disponibles. Wellington atribuyó los excesos a que era la primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron españoles durante dos días y dos noches, y culminó en San Sebastián, donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas durante el asedio, quedaron 40 en pie. Habría sido ahí muy útil la feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha contra los franceses.

Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban un navajazo. Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal: iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los homenajee en Londres su puta madre.

martes, 15 de julio de 2008

No es tan difícil

En la sociedad que permitió el Holocausto sólo
existían tres categorías: las víctimas, los verdugos
y los que no hacían nada.

Eli Wiesel

NO, no es tan difícil. Y en realidad es hasta barato. Lo que ocurre es que estamos gobernados a nivel mundial por la peor panda de hijosdeputa desde la caída del III Reich. Palanganeros políticos de un sistema que prima exclusivamente el enriquecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento hasta la miseria de la mayoría. Que han creado una falsa globalización basada en recorrido de flujos cruelmente disparejos: invasión de los países pobres por productos subvencionados de los países ricos y obturación del sentido contrario, del libre comercio de los productos y de las personas de los países pobres hacia los países ricos. La ley del embudo convertida de metáfora en realidad asesina. Pero lo peor de todo es el estruendoso silencio de la indiferencia general.



PALABRA DE MUJER
Prioridades de gasto mundial
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ. EL PAÍS (15/06/2008 )

Juntaron a ocho de los mejores economistas del mundo, cinco de ellos premios Nobel; les dieron (en teoría) 75.000 millones de dólares (18.750 millones al año durante cuatro años), y les pidieron que gastaran ese dinero en los objetivos que, según ellos, más podían beneficiar a la comunidad internacional. El proyecto se llama Consenso de Copenhague, se desarrolla cada cuatro años, lo patrocina el Ministerio de Asuntos Exteriores de Dinamarca y acaba de superar su segunda edición. Lo más importante y difícil es establecer un orden de prioridades de gasto. En esta ocasión, la lista de los 10 primeros objetivos fue bastante sorprendente. El primero de ellos, lo que esos importantes economistas consideraban lo más urgente de todo, sólo costaba 60 millones de dólares al año. ¡Y para lo segundo más importante no tenían que gastar ni un solo centavo!

Los economistas que aceptaron el reto (entre los que se encuentran Jagdish Bhagwati, Robert Mundell, François Bourguignon o Finn Kydland) examinaron más de treinta propuestas defendidas por otros tantos especialistas, y previamente analizadas y criticadas, cada una, por escrito, por otros dos expertos. Basándose en el coste y beneficio de cada una de ellas llegaron a la conclusión de que la prioridad número uno es proporcionar vitamina A y zinc al 80% de los 140 millones de niños malnutridos del mundo (lo que costaría esos 60 millones de dólares anuales), porque esos dos micronutrientes supondrían un incremento tan notable en la salud y en la capacidad intelectual de esos niños que la relación coste / beneficio sería insuperable.

El segundo objetivo no les hubiera costado un solo céntimo de sus 18.750 millones de dólares anuales, lo que no quiere decir que no conlleve un coste extraordinario. Se trata de poner en práctica la llamada Agenda de Doha para el Desarrollo, convencer a los países miembros de la Organización Mundial de Comercio (OMC) para que liberalicen sus mercados y promuevan una reactivación del comercio mundial. Los expertos calculan que, con la Agenda de Doha, los países en desarrollo podrían recibir recursos por valor de 2,5 billones de dólares, una cifra realmente decisiva para provocar un cambio sustancial en las condiciones de vida de sus habitantes y de erradicar realmente la malnutrición y la miseria extrema.

Lo interesante de estas conclusiones es que un grupo de grandes economistas dejó perfectamente claro de qué se trata realmente: de política. Encontrar soluciones para los 10 problemas más importantes del mundo, vinieron a decir, no es un asunto de gastar 18.000 millones de dólares al año (aunque seguramente son muy necesarios) ni de planteamientos estrictamente financieros. La principal barrera es totalmente política, y afecta al comercio. Los beneficios que se podrían derivar de la Agenda de Doha para el Desarrollo serían tan excepcionales, comparados con su bajo coste, que nada sería más efectivo. No lo dicen voluntarios de ONG ni bienintencionados samaritanos. Lo dicen varios de los más famosos e importantes economistas del mundo. Lo lógico sería que alguien les prestara atención, como cuando hablan de mercados financieros o de modelos de crecimiento, pero la verdad es que su proclama de Copenhague ha tenido muy poca repercusión.

A la vista están, por ejemplo, los resultados de la conferencia celebrada por la FAO en Roma para analizar la crisis alimentaria. Ha pasado escasamente una semana y ya nadie habla, ni en los foros políticos ni en los medios de comunicación, de los escasos resultados de aquella reunión. De hecho, no se habla casi de la crisis alimentaria en sí, por más que todo el mundo sepa que sus efectos son y van a ser terribles. Pasadas las primeras llamadas de atención, se hace el silencio, a la espera, probablemente, de alguna catástrofe humanitaria que vuelva a levantar ampollas. Por el momento, en los países ricos, las opiniones públicas parecen narcotizadas, cada vez más absorbidas por la crisis económica que ha provocado el alza de los precios del petróleo y por las menores expectativas del crecimiento propio. Nadie quiere escuchar lo que dicen los economistas de Copenhague y los pocos políticos que no han perdido todavía completamente la memoria, como los portavoces del Gobierno de Noruega, unos de los pocos que no se cansan de advertir de que no habrá nada que hacer si los granjeros africanos no logran colocar sus productos en el mercado internacional.

A todo esto, ¿saben en qué puesto colocaron los economistas del Consenso de Copenhague el problema del cambio climático? En el número 30. Quizá porque 75.000 millones de dólares en cuatro años no ayudarían a resolver nada en ese campo.

lunes, 14 de julio de 2008

El ajoblanco de Montalbán


A la espera de que el mes que viene se celebre la XII edición del tradicional CERTAMEN INTERFRATERNAL DE GAZPACHOS COLORAOS en un hondo patio de la vieja Córdoba me entretengo divagando sobre los ricos mejunjes andaluces veraniegos. A cuento de que mi amigo Victorio, montalbeño de pura cepa, agricultor ecológico y buen amigo, nos invitó recientemente a todos los colegas contertulios de LA CALLEJA a asistir en Montalbán a la Feria del Ajo de este año, en la que el mayor aliciente para profanos como yo es la degustación gratuita del rico brebaje conocido como ajoblanco, el gazpacho de huevo y ajo típico de su pueblo. Para los que no pudimos asistir tuvo el bueno de Victorio el detallazo de colgarnos en la taberna la receta auténtica, genuina, acrisolada del ajoblanco montalbeño, antes de marcharse a las lejanas tierras del Aaiún, para que la practicáramos. Así que mientras me encontraba enfangado en mi cocina mezclando los ingredientes, al tratar de recordar los pasos de la receta victoriana descubrí que se me iban reproduciendo en versos rimados (portenoso milagro debido sin duda a san Ajoso), que entre batida y batida fui anotando en un pringoso papel de cocina hasta llegar a parir este modesto gastropoema, palabro que debo a mi también amigo y contertulio Rafael Jiménez.



Un gazpacho me manda hacer Victorio
y que lo haga a la talbana manera
que nos llene la panza de jolgorio.
Que coja me dice una telera
o un cuarterón de pan ya remojado
y que le extraiga la miga cuartelera.
Que un ajo blanco, rojo o bien morado
de Montalbán sin duda originario
en almirez con mazo machacado
con la miga lo mezcle solidario
y a un huevo de ecológica gallina
de la masa hacerlo partidario.
Y añadiendo por fin con mano fina
el aceite de oliva generoso
lo pase por la turmi. Se termina
comprobando si está bastante untoso
y aclarándolo con agua de nevera.
Y como por fuerza estará soso
añadirle la sal se considera
y un rolleón (1) de vinagre acreditado
de cada cual según gusto y manera.
Me dice que se sirve refrescado
en tazón de barro y, en tiritas,
se le añade por encima esturreado
un puñado de ricas papas fritas.


¡Hala, ya estáis tardando en probar a hacerlo!




(1) El palabro rolleón es antes que un modismo supuestamente montalbeño, una deciúra de responsabilidad estrictamente victoriana que ha sido adoptado en el gastropoema a petición de Rafael Jiménez que lo ha definido así: dícese del chorreón de vinagre escueto y circular con el que se remata en Montalbán la elaboración del ajo blanco.

domingo, 13 de julio de 2008

MI DESCUBRIMIENTO DEL CINE

Como contaba ayer, el cine Osio de mi barrio fue, junto con los de verano, el lugar donde de pequeño y adolescente más disfruté del cine. A mí, como niño normal del barrio, a pesar de mis tempranas inclinaciones literarias, las que más me gustaban eran las pelis de tiros y las de romanos. Yo ya andaba con 12 años leyendo, además de poesía rimada española, a Zola y a Dumas y estaba a punto de colgarme con Baroja. Y a pesar de que ya andaba también enganchado con las añoradas Novelas de la tele no consideraba que la imagen pudiera contener también literatura, que una película pudiera compararse en capacidad descriptiva a los minuciosos relatos de pasiones y aventuras impresos en el papel de los libros. Que sólo tenía que cambiar el chip y descubrir un nuevo código de lenguaje.



Y ese descubrimiento lo hice una tarde en que me confundí con una película. La cartelera que llevaba colgada varios días en el exterior del cine Osio presentaba a un tipo con sombrero vaquero en un paisaje desértico, imagen suficiente para llevarme a comprar la entrada con mis escasísimos ahorros y disponerme a disfrutar de una desconocida película del Oeste. El título también contribuía a seducirme: Gigante. Me acomodé como siempre ansioso porque se apagaran las luces y comenzaran las aventuras de aquellos tipos del lejano Oeste duros y valientes. Pero no había hecho más que empezar cuando la decepción hizo presa en mi ánimo preadolescente con la aparición del primer coche, un coche antiguo, de principios del siglo XX, pero un coche, lo que para mí significaba que no se trataba de una película del Oeste pura, que se introducía un elemento extraño y rompedor en la estructura clásica del western, que no admitía más vehículos que los caballos, las carretas y el tren de vapor.



Perdido parte del interés original continué casi por rutina el hilo de la película hasta que me descubrí de pronto fascinado y absolutamente volcado en la textura de la historia que me estaban contando. Me encontré de pronto disfrutando de las mismas sutilezas descriptivas que me fascinaban cuando me enganchaba tardes enteras con un libro en la mano, pero con un lenguaje nuevo. Lo que en los libros se esculpía con las palabras, eligiendo las más precisas, en el cine podía esculpirse con las imagenes, con la selección minuciosa de los trozos de realidad retratados fotográficamente.



Y me metí en la vida de aquellos personajes atrapados por sus propias biografías en medio de la infinitud de aquel desierto. Y entendí que el cine podía hablar en metáforas visuales de los entresijos del poder y de cómo se puede tener todo y carecer a la vez de lo único que se quiere realmente. Exactamente igual que en los libros. Y se me pasó el tiempo volando. Tan volando que no me había dado cuenta de que la película era de metraje doble y que duraba tres horas y media. Cuando salí era noche cerrada y el pánico se adueñó de mí. En mi casa estarían asustados desacostumbrados a que no diera señales de vida en tanto tiempo. Mi padre me pegó una bronca de la hostia y me mandó a la cama sin cenar. Mi madre acabó llevándome, llorando, al cuarto un bocadillo. Me sentí mal, pero a la vez recuerdo lo feliz que fui tratando de retrasar el sueño, el momento en que se fundiera en negro el río de sensaciones que me había dejado la película.

La volví a ver hace unos años en video. Y ayer la volví a ver ya en versión subtitulada en el ordenador. Y la volví a disfrutar otra vez, con admiración, pero sobre todo con gratitud y cariño.