(del laberinto al treinta)


sábado, 25 de marzo de 2006

Sherlock Holmes

Yo, que no he vivido en muchos sitios, viví durante algún tiempo en el 221 de Baker Street. Tal vez fueran un par de años, tal vez más. ¡Hace tanto tiempo! Durante ese tiempo, yo calculo que debió ser por los años 67 y 68, es decir cuando yo contaba 12 ó 13 años, me instalé cómodamente en un sillón invisible del rincón más discreto de la sala de estar aquel pisito londinense. Desde él asistí a las más fascinantes aventuras de Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos. No sé si he llegado posteriormente a disfrutar tanto con la lectura como por aquel entonces. Sólo sé que si la felicidad intelectual puede reducirse a una escala métrica yo alcancé el extremo de la cinta limpiamente.

Mi padre no fue un hombre excesivamente culto, pero sintió siempre un respeto reverencial por los libros. Y en mi casa siempre hubo bastantes. Sin demasiado criterio, pero muchos. La colección de novelas de la Editorial Molino, estuvo perfectamente encajonada (entonces no se llevaban aún los muebles-librería de salón) durante toda mi primera infancia en una estantería de un cobertizo habilitado en el patio hasta que fue convertida en pulpa original por una tormenta de agua antes de que yo tuviera edad de leer por mí mismo las Aventuras de Tarzán que mi padre me leía.

Mi afición a los libros puede que se nutriera de la devoción con que mi padre coleccionó pacientemente semana a semana los 100 ejemplares de la biblioteca Salvat RTV, de estrafalario diseño y horripilante encuadernación, pero de la que bebimos la mejor literatura los más pobres de mi generación.

Pero de entre todos los libros que hubo en mi casa sin duda con los que más disfruté entonces, y desde luego, nunca más, fue con los pequeños cuatro tomos de las novelas completas de Sherlock Holmes en una edición de 1907 (no sé si es la primera en castellano) encuadernadas artesanal y toscamente con verdaderas maromas marineras y enlucidas las tapas con ese hule fino de encuadernación aficionada de tan entrañables recuerdos. El papel basto y acanalado, con restos de materias vegetales, perfectamente oxidado, la tipografía irregular, el penetrante y permanente olor a... orín de gato ¿hay algún símil oloroso que describa el olor a papel antiguo mejor que ese?

Yo me recuerdo absolutamente embebido, metido en aquel cuarto donde el detective y su ayudante cronista Watson resolvían los casos más intrincados entre el humo de las pipas, el olor de la cocaína inyectada, el suave zumbido de las lámparas de gas y el sabor áspero del té que les servía su patrona, la discreta señora Hudson. Y por supuesto los acompañaba en sus correrías en busca de pistas por los condados vecinos, me divertía con los disparatados disfraces del detective, los seguía a duras penas por la niebla de Londres en los coches de alquiler camino de la estación Victoria. Sobrecogido, asistí al descubrimiento del cadáver de Pedro el Negro clavado en su enormidad en el suelo de madera por un enorme arpón ballenero como una monstruosa mariposa de camiseta rayada. Tengo grabada indeleblemente en mi memoria la persecución por los muelles de Londres, acompañando al mejor perro sabueso de la ciudad, finalmente confundido por el penetrante olor del betún portuario, en la aventura de La marca de los cuatro, donde el bueno de Watson cae en la redes del matrimonio. El dramático bucle que une la historia de la secta de los mormones del remoto estado de Utah con un crimen cometido en una casa abandonada del centro de Londres aún me obsesiona en noches febriles. Nunca podré ver un gran danés sin acordarme del fantasmagórico dogo de los Baskerville... Yo aprendí qué era una mangosta en la aventura fascinante de El mendigo de la cicatriz. Tenía 12 años. Si no hubiera sido por el diablillo que me atormentaba entre las piernas, exigiéndome otras atenciones, me hubiera quedado para siempre en aquel cuarto. En aquel cuarto de Baker Street donde germinan todos los sueños felices que proporciona la literatura.

jueves, 23 de marzo de 2006

Mis entrañables berrinches

Conforme voy cumpliendo años voy descubriendo en mí tendencias y actitudes que normalmente se suelen asociar a las intemperancias de la edad, de la edad avanzada, claro está. Trato conscientemente de no convertirme en eso que se llama un viejo berrinchoso (aún estoy lejos de poder ser considerado lo primero, aunque no estoy muy seguro de que no merezca ya lo segundo), pero desde luego el mundo no pone nada de su parte para facilitármelo. El mundo y sobre todo sus componentes. Los humanos principalmente. Pero si la tendencia al berrinche está plenamente justificada cuando su causa recae en la inmoralidad y vesania generalizada de los gobernantes del mundo, en la indestructible estupidez interesada de las diversas marcas de sacerdotes, en la codicia sin medida de las empresas multinacionales, empieza a apuntar claramente a retorcidas variantes de la paranoia si los motivos se multiplican descendiendo vertiginosamente a los más variados eventos de la cotidianidad. Pero es entonces cuando mis sistemas de autodefensa psíquicos hacen saltar los resortes de las compuertas que permiten a mi cerebro armarse de razón, inundarse de agravios a la bondad y a la belleza. Y de razón cargado no percibe otra cosa que miles de individuos que desde sus pequeños pedestales de poder se dedican entusiásticamente a enmierdar aún más lo que enmierdado ya está por culpa de los más poderosos, sin perder ni un segundo de su existencia en considerar la posibilidad de contribuir a lo contrario, a hacer más habitable, justo y hermoso el entorno en que se mueven, ellos y sus contemporáneos y convecinos.

Pero el grano es el siguiente. Resulta que yo vivo en Córdoba, ciudad que como muchas otras con un importante pasado a sus espaldas conserva, aparte de los monumentos más vistosos, los museos y la historia escrita en los libros, una infinidad de detalles que evocan continuamente, de una manera delicada y deliciosa, a los que en ella vivieron anteriormente, aquellos otros hombres y mujeres que dejaron sus huellas y cuidaron de conservarlas para nosotros, para nuestro deleite y nuestra instrucción, para que los recordáramos y consintiéramos en hacerlas parte de nuestra vida como los ojos de nuestra madre, la voz de nuestros hermanos o la piel de nuestro primer amor.

A mí me gustan especialmente los rótulos antiguos de las calles. Todas las calles del casco antiguo de Córdoba conservan un azulejo rotulado con su nombre secular (a veces el original y a veces unas cuidadas copias), la mayoría de las veces distinto al actual, y siempre, siempre, mucho más hermoso. La manía de cambiar los antiguos y sonoros nombres de las calles por los de oscuros personajes de más que dudosos, y afortunadamente más que olvidados, méritos, es una de las poquísimas aportaciones negativas de la Ilustración a la Humanidad. Pero esa es otra historia. El caso, como iba diciendo es que me gustan los antiguos rótulos de las calles y los disfruto cada día cuando paso o paseo por ellas. Que me alegra de que los turistas los gocen también, como es fácil comprobar observándolos. En definitiva que me hacen sentirme bien, arropado constantemente por el recuerdo de su pasado y por la belleza de sus caracteres.

Por eso me siento estafado, abocado al estado permanente de berrinche y agarrotado cruelmente por las esposas de la impotencia cada vez que alguno de esos estúpidos seres que contribuyen al emporcamiento ético y estético del mundo a pequeña escala hacen una de las suyas y me escamotea sin razón alguna alguno de mis disfrutes preferidos.

En una de mis esquinas más concurridas existe uno de estos rótulos antiguos que nos informa de que esa calle respondía antaño al hermosísimo nombre de Calle de la Ceniza, hoy, por mor de antiguo desaguisado, de Fernando Colón. Durante siglos, el precioso rótulo cuarteado y de preciosas letras azulencas ha lucido en la esquina de dicha calle con Maese Luis no sólo sin molestar a nadie sino cumpliendo disciplinada y discretamente su misión de información y embellecimiento de la dicha esquina. Eso hasta que un perfecto funcionario municipal ha decidido colocarle delante una señal de tráfico que impide su visión. El caso es que la, probablemente, necesaria señal (mientras no se lleve a cabo la necesaria peatonalización del perímetro urbano protegido por la UNESCO), podría haberse colocado un poco más abajo o haber sido desplazada a la derecha o a la izquierda del rótulo. Pero no. Lo más marrano es colocarla justo delante. Para que no se vea. Para hacer las cosas mal y sobre todo para joderme a mí la existencia. Y yo me pregunto: ¿habrá sido fruto de un lamentable error? ¿cosa del operario paleta de la gorra amarilla al que le fue encomendada la delicada misión de hincar la jodida señal en la dura acera o responsabilidad directa del funcionario urbanista encargado de elegir el lugar exacto donde el bueno del paleta habría de colocarla. ¿Supervisó in situ la operación? ¿Posteriormente? ¿Por control remoto? ¿Se dio cuenta del desaguisado? ¿Disimuló? ¿Se alegró de haberme jodido a mí y a otra mucha gente de alma cultivada? En todo caso, seguro que en el Excelentísimo Ayuntamiento existe un despacho debidamente acondicionado donde un ser con todos sus herramientas de pensar en perfecto estado de revista puede reclamarse responsable directo del hecho. ¿Urbanista, técnico de tráfico, administrativo de plantilla, por promoción interna? O tal vez uno de esos cargos posmodernos tan de moda en la administración en los últimos años: Técnico Distribuidor de Mobiliario Urbano y Señalización Viaria, por ejemplo. Y me asalta la imperiosa necesidad de conocerlo, de reconocer unas líneas en su cara, de poder mirarlo a los ojos y ver qué seres abisales encuentro nadando en ellos.

El caso es que yo trato de imaginarlo como una persona normal, con su hipoteca, su señora, sus niños, su carné de identidad, su perrito lanudo del que recoge higiénicamente las cacas del acerado público, aficionado al salmorejo o a los caracoles con comino, lector tal vez de El Código da Vinci o seguidor de algún apijotado tenista catalán, veraneante en Fuengirola o en remota casita de campo rodeada de pinos... Pero sólo consigo verlo como el capullo que ha colocado la jodida señal de tráfico delante de mi rótulo favorito. El tipo que, producto directo del berrinche subsiguiente, me ha matado al menos 45.000 valiosos hepatocitos, ahogándolos en mi propia bilis. El pelado robagallinas cultural al que deberían degradar a limpiador de alcantarillas sin derecho a bocata de media mañana hasta el fin de sus días, el...., el..... (¡la pastilla, la pastilla....! ¡ aaah, gracias!)

¿Y sabéis que os digo?¡Que ojalá nos eliminen de la candidatura de Córdoba Capital Cultural del Hemisferio Norte por su culpa!