(del laberinto al treinta)


domingo, 19 de diciembre de 2010

Izquierda vergonzante cordobesa




Córdoba siempre fue una ciudad de profundas contradicciones. Tanto que un gran maestro de la descripción de espacios urbanos y caracteres humanos como Pío Baroja las coloca como sello local o aviso para caminantes lectores al principio de la novela, La feria de los discretos, cuya acción situó en ella. Así, dejó para siempre en la historia de la caracteriología geográfica humana universal aquello de que en Córdoba la Verdad está en el Campo, la Salud en el Cementerio y la Caridad en el Potro (1).

Y por supuesto las contradicciones no se quedaron sólo en eso. Quien tuvo retuvo y multiplicó pródigamente. La última de esas contradicciones cordobesas y la más terrible consiste en el hecho de que a pesar de ser la capital de provincia gobernada municipalmente por más tiempo (30 años) por políticos pertenecientes a lo más izquierdista del espectro político español ha conservado el mayor número de metros cuadrados de espacio urbano bajo la advocación nominal de los más siniestros personajes fascistas que la encanallaron durante el franquismo. A prueba de cualesquiera ley de Memoria Histórica que les quieran poner delante.

Efectivamente además de que la calle principal de esta ciudad gobernada aún por políticos que un día pertenecieron al Partido Comunista de España sigue dedicada a un cacique falangista, José Cruz Conde que fue el muñidor del triunfo local de la revolución fascista nacionalcatólica en la que fueron asesinados fríamente más de cuatro mil ciudadanos en tres años y convirtió la ciudad en un campo de concentración durante cuarenta más, de que una placa conmemorativa de las hazañas criminales de un general genocida gallea en una pared a menos de 100 metros del mismo ayuntamiento, de que la avenida que le da entrada lleve el nombre de un ministro franquista, Vallellano, de que una reciente alcaldesa de izquierdas (denunciada posteriormente como quintacolumnista de la rancia derecha local) dedicó una avenida a un desalmado obispo fascista con un amplio historial de incitación al odio racial y al fusilamiento de ciudadanos como medio de solucionar controversias políticas, otras crueldades onomásticas consiguen dejarlas en pañales.

Nada menos que tres de los barrios más importantes de Córdoba conservan aún los nombres de tres conspicuos personajes fascistas que en cualquier país de la Europa democrática permanecerían en los anales de la historia local de la infamia. Antonio Cruz Conde (Barriada Cruz Conde y Parque Cruz Conde), Fray Albino (Barriada y Colegio Fray Albino) y Antonio Cañero (Barriada Cañero).

Como de los dos primeros ya me he encargado en otras ocasiones (AQUÍ del fraile fascista y AQUÍ del cacique) apuntaré sólo un par de laureles que adornan el historial del que fuera militar, terrateniente y rejoneador aprovechando que recientemente un grupo de ciudadanos representantes del caspofacherío local le han rendido un homenaje conmemorando el 125 aniversario de su malnacimiento pretendiendo recabar fondos para erigirle un monumento, con el aplauso babeante del inefable Primo Jurado, y con el absoluto silencio de las presuntas fuerzas de izquierda locales.

Íntimo amigo y camarada en las tareas de agitación falangista del torero y mano derecha en las tareas de limpieza política y de guardaespaldas de Queipo de Llano, José García Carranza El Algabeño, el rejoneador Antonio Cañero aparece tras el golpe fascista del 18 de julio del 36 como organizador de los grupos de paramilitares que sembraron de terror entre los republicanos desarmados en los días posteriores. El Escuadrón de Cañero, como lo ha estudiado Francisco Moreno Gómez, estaba formado por caballistas de la capital, capataces y aperadores de las grandes fincas, señoritos acostumbrados a recorrer sus cortijos a caballo, aficionados a la equitación y mozos de las ganaderías bravas, que recorrían los campos armados de garrochas y escopetas de montería cazando republicanos, limpiando la sierra de marxistas, según el lenguaje de la prensa fascista de la época y sobre todo evitando la fuga de la capital de numerosas personas de izquierdas acosadas por el terror. (El genocidio franquista en Córdoba, pg. 190). Vestían a la campera y con sombrero cordobés o de paja con una escarapela con la bandera monárquica, la misma vestimenta que aún hoy día lucen, atrozmente, los guardabosques andaluces. Un horror más a sumar.

Un soldado franquista, Manuel León recordó posteriormente en entrevista a Francisco Moreno haber visto a Algabeño y Cañero mano a mano tirotear con fusiles de montería a los presos de la cárcel de Antequera. (El Genocidio franquista en Córdoba, pag. 528).

Así mismo se cuenta que tras fusilar a los campesinos huidos que conseguía atrapar en la sierra o detectar escondidos en los cortijos solía decir: ya tienen su Reforma Agraria.

A principios de los años 50 el señorito balaceador de rojos vivía amancebado con su amante, algo que sólo se permitía en la mojigata época a los muy ricos y a los muy fascistas. El propio obispo Fray Albino, el obispo fascista, nunca se lo tuvo en cuenta para frecuentar su amistad (Castilla del Pino, La casa del olivo, pag. 85). Y según cuentan los viejos del lugar sólo lo hizo para exigirle cuando le llegó el momento la taimada permuta de la extremaunción, bajo amenaza de purgar su pecado eternamente en el infierno, por unos terrenos de su propiedad en los que se edificarían posteriormente los barrios con que la Asociación Benéfica de su creación, La Sagrada Familia, trataría de desdibujar su responsabilidad en la intolerable miseria a la que el fascismo promovido por el obispo había conducido al pueblo de Córdoba. Sólo uno de esos barrios, el de El Campo de la Verdad, se libró de la ignominia de ser titulado con los nombres de los atroces fascistas que los promovieron. Los otros, Fray Albino y Cañero, el barrio donde yo mismo nací y me crié desconocedor del horror que escondía ese nombre, aún ofenden la memoria de la razón asesinada, la memoria del crimen.

Por eso mueve a sarcástica risa el que los políticos del Excelentísimo Ayuntamiento de exrojos vergonzantes cordobés se haya por fin decidido a dar un pequeño pasito apenas simbólico para honrar la memoria de los miles de víctimas del genocidio fascista, muchos de ellos supuestamente conmilitantes suyos asesinados por la acción directa o indirecta de los personajes cuyos nombres ocupan honoríficamente el mayor número de metros cuadrados habitados de la ciudad. Después de ¡¡¡30 años!!! van a colocar unos monolitos con los nombres de los aproximadamente 4000 asesinados constatados en los lugares del crimen, los cementerios. Sólo después de que la quintacolumnista que ha mantenido presuntamente secuestrada su condición de rojos haya acabado abandonando el barco por la primera maroma que ha encontrado. Después de haber recibido sin inmutarse la bofetada de una denuncia judicial promovida por familiares de los asesinados por obstruir las labores de recuperación de sus cuerpos amparándose en cuestiones presupuestarias (quién va a pagar los picos y las palas). Después de haber contribuido entusiasticamente a lo largo de estos 30 años no sólo al tradicional enmierdamiento de las paredes y las esquinas de las calles de esta ciudad con los nombres y los símbolos del nacionalcatolicismo criminal, sino a fomentar la atrocidad ética y estética del casticismo cofrade y taurómaco. Después de tanta mierda como han arrojado a la memoria de los huesos que se pudren sin justicia en las fosas comunes. Cuando sólo hubiera bastado con cambiar unos nombres. Eliminar de los documentos oficiales, de las paredes, de la memoria colectiva, la honorificación permanente de tantos genocidas como la siguen disfrutando y que en cualquier otro lugar civilizado penarían con la consideración de delito hasta el decir que fueron guapos. O denunciar los intentos de los caspofachas por seguir fusilando la memoria de las víctimas promoviendo homenajes, exaltamientos, intolerables limpiezas de los nombres de sus asesinos.





(1) Pío Baroja: La feria de los discretos, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1980. Este dicho que recoge Baroja ens su novela hace referencia a tres lugares de Córdoba cuyos nombres o ubicaciones se prestan a equívoco: el Hospital de la Caridad (actual Museo de Bellas Artes) se encontraba en la cervantina Plaza del Potro, llamada así por contar con una fuente en cuyo pináculo cabriolea aún un pequeño caballito. El juego de palabras está en la referencia al potro de torturas que usaba antiguamente (por fortuna) la Santa Inquisición. El barrio que se encuentra pasando el puente romano se llama El Campo de la Verdad por una batalla que en ese lugar se lidió en la Edad Media. Y al antiguo Cementerio de la ciudad se le conoce como Cementerio de la Salud por estar paradójicamente bajo la advocación de Nuestra Señora de la Salud.