(del laberinto al treinta)


domingo, 27 de febrero de 2011

El Paradigma de Córdoba



LAS TRAICIONES

Si hay una ciudad en este país que ha venido desperdiciando minuciosa, cuidadosamente las mejores oportunidades de desarrollo cultural, de la racionalidad urbanística, y consecuentemente de desarrollo económico que se le han presentado en los últimos 30 años, esa ciudad es Córdoba. He aquí, desgranadas, algunas de las evidencias:

La destrucción sistemática de los yacimientos arqueológicos altomedievales más grandes e importantes del mundo y de otros de épocas más antiguas sacrificados al moloch de la especulación ladrillista y que, debidamente puestos en valor, la hubieran convertido en una de las mayores potencias arqueológicas y por ende turísticas del continente.

La permisividad institucional en la destrucción de un hinterland urbano, sierra y vega, en la descacharrante metástasis de las construcciones ilegales conscientemente consentidas, que ha impedido ya para siempre la posibilidad de su permanencia como referentes naturales explotables agrícola, turística o ecológicamente.

La traición a sus programas por parte de los partidos de la izquierda gobernante, municipal y autonómica, cuyas promesas de llevar a cabo políticas de movilidad sostenibles y acordes con las características de una ciudad como la nuestra, con el casco antiguo de origen medieval más grande de Europa, se han traducido finalmente en proyectos de construcción de faraónicas y costosísimas infraestructuras viarias claramente innecesarias, no sólo porque a lo que apuntan es al fomento del uso del automóvil privado, que ya ocupa el 80 % del espacio viario urbano, frente al 20 que corresponde al peatón, sino porque se hace en un momento en que ya se tenían, y de sobra, datos suficientes para poder predecir que la crisis energética que padecemos y que se agravará aún más en poco tiempo aconsejaba justamente lo contrario: sustraer esos desorbitados costes a otros proyectos más racionales y planificatoriamente más avanzados, más en consonancia con las tendencias urbanísticas europeas del siglo XXI, fomento de un transporte público eficaz y barato, por ejemplo. Pero lo más doloroso es la evidencia de que la finalidad última por la que se llevan a cabo esas enormes e inútiles inversiones apunta a la ya rutinaria política de todos los partidos gobernantes actuales de engrasar los mecanismos que permitan el trasvase de la mayor cantidad posible de dinero público a las empresas privadas, en este caso banca y constructoras.

Y sobre todo el entendimiento por parte de esas mismas fuerzas políticas de izquierdas, traicionando del mismo modo su propio espíritu programático, de la gestión de la cultura como un encadenamiento de eventos más o menos fastuosos o como un empeño de usar los recursos para construir, siempre el ladrillo, edificios sobrepreciados, atendiendo más a su posibilidad de uso como emblemas marquetinizables que a su utilidad como lugares generadores de cultura ciudadana, participativa y horizontal.



EL PARADIGMA DE CÓRDOBA

La última está ocurriendo ahora mismo. La necesidad de referentes ideales que fomenten la convivencia pacífica entre los humanos ha hecho que algunos de los más importantes pensadores actuales empeñados en fomentarla se hayan fijado en nuestra ciudad. No por méritos actuales propios, sino porque su nombre está asociado a una experiencia histórica que pasa muy extendidamente por modelo de bondad de un poder político, perfectamente inscrito en su época, que fomentó y custodió esa convivencia: la Córdoba de los omeyas. Está más que demostrado, a pesar de los inumerables intentos interesados de negarlo (1), que durante un periodo de tiempo que cubrió casi un siglo, en esta ciudad se crearon las bases legales, con todas las imperfecciones y salvedades que se quieran buscar, fruto de las estructuras mentales de la época, que permitieron una coexistencia pacífica de los diferentes credos religiosos existentes en el marco del estado. Esa innegable apertura en la consideración de lícitas de todas las ideas y el consiguiente incremento de la convivencialidad social a que ello lleva en un momento y en un lugar histórico que los hace excepcionales comparados con el resto del mundo, es lo que conforma eso que se ha dado en llamar el Paradigma de Córdoba. La fijación de ese término y su puesta en circulación se deben al filósofo iraní Ramin Jahanbegloo, uno de los más importantes pensadores mundiales empeñados en el fomento de la coexistencia pacífica entre los humanos tanto a nivel individual como a nivel de las distintas comunidades religiosas, étnicas, lingüisticas, etc., que lo presentó en sociedad en un artículo en el diario El País en octubre de 2010 precisamente con el título de El regreso a Córdoba.



LOS ENCUENTROS DE AVERROES

Hace unos días se han celebrado en Córdoba unas jornadas sobre Averroes, Los Encuentros de Averroes, un evento que lleva 18 años haciéndolo y que, por primera vez ha tenido su sede en la que fue patria chica del filósofo peninsular más importante de la historia. Fueron un grupo de intelectuales franceses los que en 1994 decidieron tomar su nombre para la organización de unos encuentros anuales, los Rencontres d'Averroès en los que pensar y debatir las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo y las posibilidades de coexistencia pacífica entre ambas. Durante toda su dilatada andadura los encuentros se han venido celebrando en Marsella, salvo el año 2009 que lo hicieron en Rabat, ciudad a la que sumaron dicho año al proyecto. Durante todos esos años Córdoba ha permanecido perfectamente de espaldas a ellos hasta este año en que los ha necesitado para sumar laureles con los que competir en el reñido concurso de la capitalidad cultural europea del 2016 en el que se enfrenta con otras ciudades españolas que tienen mucho mejor que ella sus deberes hechos. Por ello la encargada de solicitar y conseguir para esta ciudad la sede de los Encuentros ha sido la Fundación Córdoba Ciudad Cultural para el 2016, a la que se ha sumado Casa Árabe y la UCO a través de la Cátedra UNESCO de Resolución de Conflictos. Pero bienvenidos y fructíferos han sido a pesar de todo.

El filósofo Ramin Jahanbegloo, los profesores González Ferrín y Andrés Martínez Lorca y Aurora Salvatierra y los escritores Juan Goytisolo y José Manuel Fajardo debatieron sobre la figura de Averroes y sobre el necesario entendimiento, que se dio en Al Andalus y que hay que recuperar para hoy mismo, entre las diferentes visiones del mundo. En ellos se ha lanzado la propuesta de sustituir el equívoco eslogan de la Tolerancia, las Tres Culturas (a la que hoy día habría que añadir una cuarta, la laica) o el reaccionario de Alianza de las Civilizaciones, cuyo absurdo nombre presupone su existencia y un enfrentamiento entre ellas, por la del Paradigma de Córdoba, un modelo de convivencia entre ideas, cuyo cultivo mítico, pero demostradamente real, ocurrió, junto con un increíble desarrollo cultural, el primer Renacimiento europeo del que habla el profesor González Ferrín, que tuvo la mala suerte para su consideración posterior de hacerlo en árabe, en esta ciudad en la época dorada de la dinastía omeya, pero también en la de sus epígonos, esas pequeñas córdobas en que trataron, compitiendo entre ellas por emular a la matriz, de convertirse los reinos de taifas. Pero ese paradigma no sólo hace referencia a un periodo concreto, sino que tiene que ver con la propia palabra paradigma, entendida como lo hace la sociología, conjunto de elementos fundamentales que conforman la cosmovisión de una sociedad determinada. El paradigma de Córdoba se daba, pues, no sólo en el siglo X, que fue su núcleo fundador, sino durante toda la Edad Media y no sólo en tierras de poder islámico, sino también en las cristianas hasta el final de la misma. Es la convivencia de las ideas con el mínimo conflicto posible y tutelada conscientemente por un poder político. Pero no sólo se queda en la simple convivencia, sino que incide además en la fecunda interrelación entre diversas tradiciones, como lo demuestra el rescate, estudio y adaptación del pensamiento griego en Al Andalus o el propiamente islámico y el judío en la Escuela de Traductores de Toledo. Ramin Jahanbegloo lo define así: El paradigma de Córdoba es un modelo de reconciliación y colaboración entre unos europeos de distintas comunidades religiosas que contribuyeron a recomendar y, sobre todo, estimular el aprendizaje entre culturas. Ese paradigma de convivencia de ideas y de la fecundación de estas entre sí se rompe al comienzo de la modernidad con la imposición de otro paradigma, el del totalitarismo ideológico que expulsa o extermina toda disidencia. Es el paradigma nacionalcatólico, que llega, no tan debilitado como creemos, hasta nuestros días. Ese paradigma fue responsable de la expulsión masiva de un elevadísimo número de ciudadanos que no respondían a los cánones de pureza ideológica impuestos por el frente formado por la Iglesia Católica y la monarquía absolutista, teñido además de falsos presupuestos raciales, y la creación de una brutal y poderosísima maquinaria de control y represión ideológicos de los ciudadanos restantes, la primera maquinaria totalitaria de la modernidad: la Inquisición Española. Y que fue exportada a América con el resultado de uno de los etnocidios más brutales de la Historia de la Humanidad. La revolución fascista de los años treinta y la dictadura nacionalcatólica subsecuente, tan reciente, fueron sus últimos coletazos, aunque su espíritu sigue perfectamente vivo en tantos organismos, instituciones y en la mentalidad de una parte importante de la población. (2)

Es por eso que el Paradigma de Córdoba se presenta no como un concepto meramente cerebratorio, sino que, como afirmó el profesor Jahanbegloo, tiene un sentido de referencia histórica que hay que recuperar como proyecto de futuro. O sea que nace con voluntad de incidencia en la sociedad actual, como una potencialidad de cambiar las cosas que no se limita a la convivencia sino también a la voluntad pacífica de las personas para democratizarse. Y es un proyecto que, como decía antes, gentes venidas de fuera han generado tomando el nombre de nuestra ciudad como referente y con voluntad de irradiación a todos los rincones del mundo, porque el mensaje último sería que la democracia no es sólo patrimonio de Occidente, sino que pertenece al mundo entero. La apuesta y la oportunidad de esta ciudad, que presumiblemente acabará desperdiciando como tantas otras cosas, es convertirse realmente en merecedora del título, en un centro de irradiación de cultura, de esa cultura del entendimiento entre diferentes concepciones del mundo, de la convivencia de las ideas, del cultivo de los presupuestos intelectuales de la justicia, la equidad y la democracia. Pero me temo que su destino sea quedarse en aquello para lo que realmente ha sido convocado ese título, en un laurel más, vacío de contenido pero muy decorativo, en el diseño de una marca comercial de apariencia prestigiosa dirigida exclusivamente a engordar los méritos aparentes de la ciudad para el concurso de la capitalidad, es decir al incremento del turismo, o sea al desarrollo del respetable gremio de la hostelería y al no menos respetable de los gestores culturales especializados en productos higiénicamente envasados.





(1) Uno de los argumentos más usados es el de los supuestos mártires cristianos ajusticiados por la autoridad emiral por dar testimonio de su fe. Todos los datos documentales con los que contamos apuntan a que se trató de individuos que buscaron claramente el suicidio y que su ajusticiamiento no obedeció a un testimonio de fe que podían hacer libremente sino a las deliberadas ofensas que a la religión islámica proferían públicamente a sabiendas de que la ley los condenaba por ello a muerte. Hasta el punto de que el emir y el obispo convocaron con concilio para condenar esos actos suicidas que además ponían en peligro a toda la comunidad cristiana. Otros apuntan a las represiones puntuales de los invasores almohades y almorávides, pretendiendo ejemplificar y condensar en ellas los ocho siglos de cultura andalusí, en los que dio tiempo a que ocurrieran multitud tanto de situaciones de convivencia como de conflictos.




(2) No es extraño que los comulgantes, más o menos conscientes, más o menos militantes, más o menos aguerridos, con el paradigma opuesto al paradigma de Córdoba, al que podríamos llamar paradigma de los Reyes Católicos, se pongan nerviosos cada vez que se les enfrenta con los principios que los constituyen a ambos. En particular la Iglesia Católica y la multitud de sus acólitos no puede soportar la evidencia de la desventaja moral en que queda en dicha comparación. Por eso se dedican sistemáticamente a tratar de desmontar con todas las herramientas imaginables la construcción del mito de la convivencia en Al Andalus, porque no pueden soportar la evidencia de que dicho mito, independientemente de su mayor o menor anclaje en la realidad histórica, se contruyó por la necesidad de buscar una referencia comparativa equivalente que ayudase a comprender la verdadera naturaleza monstruosa y el indescriptible horror de la instauración desde la bisagra de la modernidad del paradigma totalitario nacionalcatólico: el principio férreo de negación absoluta de cualquier otredad, por nimia que fuera, que raspara tan siquiera las verdades impuestas por una estrechísima ortodoxia y vigilada por la maquinaria ideológico-represiva de la Inquisición a sangre y fuego. Frente a él el mito de una edad de oro en que la convivencia de ideas diferentes era posible resplandece e ilumina de paso la brutal diferencia.


Estos comulgantes suelen aparecer con harta frecuencia y cuando menos se los espera, pero ha sido toda una sorpresa encontrarlos dentro de la propia organización de los Encuentros. Efectivamente tras la última sesión y en el debate abierto posterior a las intervenciones tomó la palabra un pintoresco personaje que ya empieza a acostumbrarnos a sus provocaciones antiilustradas en diversos actos por él mismo organizados. Se trata de don Manuel Torres, director de la cátedra UNESCO de Resolución de Conflictos de la UCO, uno de los organismos organizadores de los Encuentros. Ya en cierta ocasión se hizo merecedor de una contundente puesta en su sitio por parte de Rosa Regàs, en un acto universitario del que ya hablé en su momento. En esta ocasión don Manuel se dedicó en su acaparadora (fue conminado por el propio público a reprimirse) intervención a tratar de desmontar prácticamente todo el armazón teórico sobre el que se habían montado los propio Encuentros. Lo peor no es que pusiera en duda reiteradamente, pero sin argumentación factual alguna, la veracidad histórica de la convivencia pacífica entre las religiones del Libro en Al Andalus, sino que reclamó su derecho a negarse a flagelarse, continuamente como él mismo lo describió, por lo que ocurrió después. En este caso sí que argumentó. Echando mano primero a un descacharrante relativismo histórico, negando el derecho a los historiadores actuales a juzgar las actuaciones de sus estudiados del pasado y negando, pues, la posibilidad de los estudios comparativos de contemporaneidad para argumentar seguidamente en su contra aplicándolos a la acusación de maldad suprema a los anglosajones, que no solo fueron muchísimo peores que los españoles, sino que además fueron los responsables de nuestra mala fama. Ya sabéis, lo de la Leyenda Negra y otros tópicos de andar por la casa reaccionaria. Ah, y que lo de la Inquisición no fue invento nuestro, sino de la Roma vaticana. Sólo con ese dato de la apelación a la Leyenda Negra podemos hacernos una idea del nivel de apulgaramiento del argumentario de nuestro pintoresco personaje. El encargado de ponerlo esta vez en su sitio fue el escritor José Manuel Fajardo que desmontó fácil, pero minuciosamente, todas sus tristes argucias. La Inquisición sería invento papal, pero aquí lo convertimos en la primera maquinaria totalitaria de la modernidad. La primera voz que se rebeló contra al absolutismo ideológico y criminal hispanocatólico no fue un inglés sino un fraile español: Bartolomé de las Casas. El mejor remedio contra el relativismo histórico son los estudios comparativos: la fijación de los cánones éticos de la época y, sobre todo, de la tradición, para detectar la maldad o bondad de las actuaciones concretas de individuos concretos en un lugar y en un tiempo concretos. Con lo que quedó meridianamente claro que a nuestro querido Director de la Cátedra UNESCO de Resolución de Conflictos debió de parecerle de maravilla la manera en que los Reyes Católicos resolvieron los suyos.