Carta a Don Javier, Arzobispo de Granada
Mi respetado Arzobispo:
Permíta su Ilustrísima que se dirija a su Ilustrísima este humilde escribidor de blogs, hijo descarriado y escasamente pródigo y, por diversas circunstancias de la vida, devenido enemigo acérrimo de la Institución que su Ilustrísima representa, en estos momentos en que parecen estar amargando su boca las hieles de un linchamiento moral que parte de muchas personas e instituciones que no entienden ni un grano de mostaza de qué están tratando. Más que nada para solidarizarme con su Ilustrísima.
Tengo que decirle en primer lugar que siento mucho respeto por su Ilustrísima por considerarlo uno de los pocos contrincantes de verdadera rectitud moral que he encontrado en esta guerra en la que nos encontramos enfrentados, su Ilustrísima y este contumaz descreído, en bandos opuestos por la primacía de la razón o de la fe en el mundo contemporáneo. Y eso porque ambos, su Ilustrisima y este humilde servidor, participamos de una condición común: somos unos radicales. A despecho de lo que entiende el común de los mortales sobre ese particular, su Ilustrísima y yo sabemos que lejos de poder considerarse una condición claramente negativa, la radicalidad representa la máxima virtud de toda actitud moral realmente seria, toda vez que, como apunta su propia etimología, tiene como fin conducirnos directamente a la raíz de cualquier asunto que se trate.
Es por eso que asisto con creciente estupor al lamentable espectáculo que están proporcionando al mundo civilizado tanto parte de la Institución que su Ilustrísima representa como el representante de la justicia secular que, desgraciadamente le ha tocado en suerte. Puede decirse que ninguno de ellos, al contrario que Su Ilustrísima y que yo, son radicales. Porque si lo fueran, si atendieran exactamente a la raíz íntima del asunto, si entendieran mínimamente de qué están tratando, los primeros lucharían a brazo partido para defenderle y defender su autonomía, tan arduamente peleada con los poderes democráticos en los últimos tiempos, y el otro hubiera desestimado la querella, por manifiestamente improcedente, que el lloriqueante sacerdote supuestamente vejado por su Ilustrísima le ha interpuesto.
Convendrá conmigo en que la Iglesia Católica es ante todo hoy día (aunque desde muy recientemente) un club privado/empresa/institución en el que sus afiliados y profesionales lo son por libre elección y que tanto ellos mismos como, más inadecuadamente, los estados democráticos en los que desarrolla su labor aceptan un buen número de características no democráticas, excepciones a los propios mandatos constitucionales, en aras a preservar su idiosincrasia irracional, fideística y fundada en lo sobrenatural. Sin ir más lejos tanto internamente como externamente todo el mundo parece aceptar como normal el que se discrimine a la mitad de la población mundial, concretamente a la mitad femenina, impidiéndole estatutariamente el acceso a los puestos profesionales situados más allá de cierto límite, escasamente sobresaliente. Así mismo se le concede el estatuto de normalidad al hecho de que el establecimiento de su jerarquía se haga mediante el insuflamiento encadenado de un hálito sobrenatural que, provinente del Espíritu Santo (uno de los tres avatares del Dios Único y Todopoderoso, Presidente Vitalicio y Eterno de la Empresa, en el que creen ustedes los católicos), atraviesa límpidamente, como un rayo de luz atraviesa un cristal (esa cara imagen católica), las mentes de los cardenales del cónclave que eligen al Papa (Director General) y de éste a los cardenales y obispos (Consejeros Delegados locales) por él, a su vez, directamente elegidos y que, por tanto, las relaciones jerárquicas se establezcan sobre la base de la obediencia y la humildad más absolutas de los subalternos respecto a los superiores. De la misma manera se aceptan con generosidad una serie infinita de prohibiciones y mandamientos de origen sobrenatural que regulan la vida de sus afiliados y profesionales hasta extremos inauditos, sin menoscabo de la repugnancia que los radicales de la racionalidad podamos sentir por los mismos, y de su contrariedad a las mínimas normas de civilidad de las sociedades democráticas contemporáneas. Desde la férrea prohibición de formar familias a todas sus castas profesionales, pasando por la imposición a las profesionales femeninas de adustas vestimentas de la familia de los burkas y chadores, hasta los ejemplos extremos de la prohibición de autoprocurarse placer genital manubrial o artefactalmente, vulgo hacerse pajas (y perdone la franqueza del lenguaje popular) a todos sus fieles, contrapuesta a la consideración de acto meritorio al autoinfligirse graves heridas, llagas y desolladuras por el uso de cilicios, látigos y otras lancinantes disciplinas.
Es por eso que considero que su Ilustrísima siempre ha obrado de acuerdo con la más prístina doctrina de la Santa Madre Iglesia:
En su anterior sede episcopal, la cordobesa, tratando de encinturar al conocido como Orondo Cura Banquero y sus secuaces que se habían convertido en perversos corruptores de voluntades mediante el tremendo poder económico que acumulaba la Banca Eclesiástica que dirigían y que les había conducido, probablemente por mediación del Maligno, a un abismo de codicia y de soberbia. Su Ilustrísima perdió aquella batalla por conseguir regresarlos al camino de la obediencia, la humildad y la pobreza porque en realidad luchaba contra el Imperio del Euro y sobre todo por las oscuras maniobras del principal poseído en las covachuelas vaticanas, pero su gesto quedará para siempre en esta ciudad como el de un san Jorge enfrentado al dragón de la Oronda Codicia.
La prohibición a los seminaristas granadinos de acceder al terrible piélago de tentación y pecado que es INTERNET. Inmaduras mentes de futuros pastores a punto de hundirse en el inmundo lodazal de la Red, rescatados a última hora por el brazo férreo de su Ilustrísima, nuevo campeón de la lucha contra el Mundo y la Carne, tras la perdida contra el Demonio.
El despido de catequistas que no sienten suficientemente la llamada de Cristo. Su Ilustrísima está en su perfecto derecho y los catequistas que lo denuncian ante el brazo secular caen en la hipocresía más audaz por consentir ser elegidos digitalmente por Dios, vía interpuesta episcopal, pero no despedidos por el mismo método. Y los jueces que admiten las querellas unos chichirivainas. Ya lo denuncié en este mismo sitio hace tiempo.
Como precisamente el que ha admitido la querella del moqueante sacerdote que ha acabado inexplicablemente sentando a su Ilustrísima en el banquillo. Una atrocidad legal y moral por cuanto el citado sacerdote sabía perfectamente cuando eligió esa profesión que las reglas del juego (humildad y obediencia absolutas ante las decisiones episcopales) eran precisamente esas y por cuanto el señor juez debería saber también que el problema de fondo está fundado sobre un trato profesional entre personas adultas responsables en el que las condiciones contractuales contemplan la posibilidad de todas y cada una de las supuestas vejaciones infligidas por una de las partes a la otra sin posibilidad de reclamación. El insolente, traidor y desquiciado proceder del sacerdote querellante no sólo lo pone a él mismo en evidencia de hipocresía, sino que coloca también al juez en el punto de mira de una actuación falta de las más elementales luces. Su Ilustrísima mismo, según ese mismo falaz argumento del acoso moral, podría haber denunciado también al brazo secular al Estado Vaticano por haberle dado la patada (eso sí, hacia arriba, y perdone la chabacana aunque justa imagen) cuando el asunto de Cajasur. Y yo sé, porque conozco el talante de Su Ilustrísima, que ni se le pasó por la cabeza, porque su Ilustrísima sabe perfectamente quién es y a qué juega.
Yo le recomendaría que solicitase, si su Ilustrísima no quiere ver abrirse una peligrosa brecha en el casco de la formidable nave que la Santa Iglesia Católica lleva dirigiendo por los mares de las legislaciones seculares por dos milenios, la expulsión inmediata del santo seno eclesial del sacerdote acusica, acusado él mismo de herejía manifiesta, por poner en duda un dogma básico de la Institución a la que pertenece, la infalibilidad de la línea Dios – Papa – Obispo, cuando de cuestiones pastorales se trata.
Le deseo toda la suerte que su Dios quiera enviarle y que las oraciones de sus fieles parroquianos, como mi admirado Alejandro V. García en su habitual columna del GRANADA HOY ha contado magistralmente esta mañana, le ayuden a confundir los argumentos del fiscal, a aguzar los de su defensor y a iluminar las entendederas del juez que, desgraciadamente, le ha tocado en suerte. Y sobre todo que disfrute de la nueva patada hacia arriba que le van a propinar en su dignísimo trasero próximamente las autoridades vaticanas (otras que tal bailan), y que usted sobrellevará con la dignidad y aplomo que le caracteriza.
2 comentarios:
Brillantísima epístola, ni San Pablo, oiga usté ... Querría hacerte un comentario más inteligente, pero me temo que me has dejado epatado. Eso sí, si antes de enviarsela a su Ilustrísima te conviniese colectivizarla, cuenta con mi firma. Saludos.
Será pecado la hipocrecía ???
jajajaja que bueno eso del eje Dios-Papa-Obispo para ilustrar una estructura verticalista (por eso las patadas son hacia arriba jeje)
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