(del laberinto al treinta)


miércoles, 4 de agosto de 2010

DE COCINA (I)

Mi amigo Juan Sepelio, a quien he comentado que voy a dejar el blog abandonado lo que queda de verano, por desgana y por hallarme en otros menesteres, me ha propuesto que para no dejarlo totalmente inactivo vuelva a colgar antiguos post que se encuentran olvidados en su vientre. Incluso me ha hecho una lista de los que a él le gustaron en su momento y merecerían ser resucitados. Yo creo que la causa de ese olvido en que se encuentran tantos post que me salieron medianamente bien la tiene el deficiente sistema de etiquetaje que uso. Pero me da mucha pereza volver a escritos de hace ya cinco años (los cumplió en 12 de enero pasado y ni lo celebré como hace todo el mundo) para solucionarlo.

Así que le voy a hacer caso. Voy a colgar algunas cosas de las que he venido publicando estos años y que a mi amigo le parecen dignas de ser rescatadas. Les añadiré música. Cosas raras de las que he ido encontrando por ahí, que escucho y que son muy desconocidas. Pero para empezar voy a colgar en tres capítulos un largo artículo que escribí hace algunos años para una revista que publicaban en Pamplona unos amigos y que, antes de que existiera este blog, me servía para no enmohecerme, para practicar este mediano don de juntaletras que algunos dicen que poseo.

Así que rescato del baúl de los recuerdos este trabajito que se publicó en ARTyCO (nº 13, verano 2001) en un monográfico sobre ARTE Y GASTRONOMÍA y que titulé DE COCINA.


Miracle baby es el cuarto tema del precioso, y rarísimo, trabajo con que me hizo feliz desde 1995 un increible trio que se juntó expresamente para llevarlo a cabo: Gregorio Paniagua, Ignacio Scola y Rita Marley (exacto, la viuda). El album lleva el portentoso título de Spectacles for Tribuffalos. A cerrar los ojos y a disfrutar. Cuando termine los abrís y si os quedan ganas leéis el post.


DE COCINA



I



El hombre es lo que come... por eso la sangre de patata no es buena para hacer la revolución.

Feuerbach



Los antropólogos parecen coincidir en la consideración de los rasgos culinarios como los más permanentes en la conformación de la cultura de los pueblos. La cocina cumple una misión primordial en el establecimiento del entramado de los factores cohesionantes que permiten la formación de unidades culturales homogéneas en las que los individuos se reconocen a sí mismos como pertenecientes a una colectividad. Si la misión de la cultura es brindar seguridad frente a la hostilidad del mundo circundante, la cocina se erige en uno de sus más importantes bastiones por su condición de filtradora y organizadora de los elementos nutrientes que cada ser humano ha de incorporar para su subsistencia. Lo más íntimo de cada individuo, su interioridad, es violada necesariamente cada día por elementos que le son ajenos pero imprescindibles. Es por ello que se hace necesario controlar esos elementos cuidadosamente y especialmente en el caso del género humano por su condición específicamente omnívora.


Ilustración colectada en la mina BIBLIODYSSEY

El omnivorismo es un táctica adaptativa no demasiado extendida en el reino animal y que presenta una acusada bifacia. Es lo que Fischler (1) muy agudamente llama “la paradoja del omnívoro”. Por una parte sus ventajas adaptativas son palmarias: disfrute de un mayor número de especies nutrientes, permisividad de conquista de un mayor número de hábitats, adaptación a los cambios climáticos, etc. La otra cara la presenta esa misma falta de especialización que conlleva una pérdida de la capacidad de distinción instintiva de los alimentos que son beneficiosos de los que son nocivos de que gozan las especies nutritivamente especializadas. La libertad de elección se ve constreñida por la prudencia. La necesidad de experimentación y búsqueda de nuevas fuentes nutritivas, por el conservadurismo, lo que Fishler sitúa en “la tensión, la oscilación entre los dos polos: el de la neofobia (prudencia, temor a lo desconocido, resistencia a la innovación) y el de la neofilia (tendencia a la exploración, necesidad de cambio, de novedad, de variedad)” (1).

Está demostrado que en otras especies omnívoras el factor selectivo de los alimentos beneficiosos es el aprendizaje social, un mecanismo adaptativo que permite sortear la paradoja mediante una capacidad comunicativa que hace circular la información basada en la experiencia (beneficio/perjuicio) entre los distintos miembros de la especie.

En el caso de la especie humana y dada su especialización en dar contenidos simbólicos a esa capacidad comunicativa que disfrutan otras especies, el dilema se resuelve de una manera mucho más sofisticada. La comunión social en torno a la alimentación tiene su clave en la conversión de la información en un sistema de signos que regulan de una manera radical el hecho biológico individual de la incorporación de nutrientes. Gramática, sintaxis y liturgia se aúnan para convertir el hecho biológico en hecho social primero y cultural después. La domesticación de la materia “salvaje”, la tarea de “pensar” la comida, la separación o la conversión de los alimentos de “malos para pensar” en “buenos para pensar”, según feliz y célebre máxima de Levi-Strauss (2) cimientan sin lugar a dudas el estadio más primario de todas las culturas que ha producido la humanidad. Es la babelia de las cocinas, que se emparenta con la babelia de las lenguas en su diversidad y en su esencialidad radical.

Y como cada lengua, cada cocina está asentada sobre un sustrato base desde el que se eleva el tronco y las ramas del árbol de las palabras y de los sabores. Cada cultura ha desarrollado unos códigos muy precisos y perfectamente seleccionados que permiten a sus miembros sentirse incluidos en ella y completamente a salvo de peligros derivados del consumo de materias perjudiciales. Es como una especie de seguridad social contra el envenenamiento o la alienación. Ello se hace patente en la constante cultural de considerar y de nombrar a los miembros de otras comunidades como “comedores de”, y esa misma constancia demuestra que la elección o no de determinados alimentos como apropiados para ser consumidos no tiene por qué guardar una relación directa con las cualidades nutricionales de los mismos, sino con que hayan sido “intelectualizados”, determinados como buenos o malos “para pensar”. Así, esa distancia de lo puramente lógico desde el punto de vista del omnivorismo, unida al etnocentrismo propio de cada sistema cultural, hace que los tabúes o los consumos de cada pueblo aparezcan como incomprensibles, absurdos y repulsivos a los miembros de otro pueblo.

Lucien Febvre (3) hablaba en la primera mitad de este siglo de “fondos de cocina”, bases culinarias de las distintas culturas que proporcionan el carácter gastronómico principal a las mismas y las identificaba principalmente con las materias grasas usadas para la cocción de los alimentos. El aceite de oliva o de semillas , la grasa de cerdo o de vaca , el ghee (mantequilla de leche de vaca hindú), dan carácter a las cocciones de las cocinas que las utilizan y envuelven con la película de su sabor a todos los demás alimentos. Son estos fondos los que mantienen a lo largo de los siglos inalterables el carácter de las distintas cocinas, porque su principal característica es el conservadurismo, la inalterabilidad de las sensaciones gustativas de los miembros de una cultura determinada que así se sienten cohesionados e inmersos en su matriz más protectora. Cuanto más tradicionales sean las estructuras de una cultura más reacia a la innovación de cualquiera de sus elementos culinarios, porque la cohesión se hace más necesaria cuanta más inseguridad individual fuera del grupo exista en una colectividad.

Además de estos “fondos” básicos, se suelen dar otros factores en la individualización de cada cocina. La religión se erige en el principal de ellos desde el momento en que tiende naturalmente y por su propia dinámica interna a sacralizar y por tanto a regular y a controlar el mayor número de elementos de la cultura a la que cupula. Marvin Harris (4) ha estudiado las principales interdicciones o preceptos que las religiones han inferido en los distintos sistemas culinarios, especialmente la vaca en el ámbito hindú, el cerdo en el musulmán y la inverosímil lista de alimentos prohibidos en el hebreo. Aunque muy contestado por la antropología ortodoxa parece haber demostrado que tales factores se deben fundamentalmente a razones puramente ecológicas, y que se basan en consideraciones de costes y beneficios nutricionales en las que casi de una manera instintiva (en el sentido de un instinto de carácter social o un sentido común colectivo) una cultura tiende a colocar bajo un mando de interdicción religiosa aquellos alimentos cuyo coste de producción supera a los beneficios nutricionales que pudiera aportar al conjunto de la colectividad.


Aparte de las estrictas prohibiciones religiosas encontramos otros casos en los que las tendencias nutricionales se ven mediatizadas por factores históricos y de coyunturas socioculturales muy especiales. Tal es el caso de la cocina española, una cocina en la que los productos del cerdo gozan de una ubicuidad sin parangón, y que ha dado lugar a una variedad de embutidos y preparados casi infinita. Desde prácticamente el siglo XV se la puede considerar una cocina militante, en la que el abusivo consumo de cerdo está condicionada por la imperiosa necesidad por parte de la población mayoritaria de credo católico de demostrar la no adscripción a las otras dos religiones, la judía y la musulmana con la que convivía, no considerando mejor manera de demostrar una perfecta “limpieza” de sangre que la inmisericorde mezcla de la misma con la grasa porcina a la que las otras confesiones eran totalmente desafectas. “Untaré mis versos con tocino / para que no los muerdas, Gongorilla” metaforiza Quevedo para acusar a su rival Góngora de criptojudío. Incluso en español, la palabra alternativa para designar al cerdo, marrano, proviene del vocablo árabe que se usa para la interdicción de carácter religioso: mharam.

Un caso curioso (que ya recogía el propio Walter Scott en un capítulo de Ivanhoe) es el de la lengua inglesa, una lengua conflictiva en sus orígenes, formada por la lengua sajona de origen germánico y la francesa que llevaron los invasores normandos y por éstos impuesta a la población autóctona,. Una especie de rebeldía o de repugnancia llevó a los hablantes sajones a mantener su lengua vernácula en la denominación de los animales vivos que formaban sus ganados (pig, cow, calf, sheep, deer) y consentir nombre normando a esos mismos animales una vez muertos y listos para ser consumidos (pork, beef, veal, mutton, venison).(5)

Pero a pesar del carácter conservador que impone a la cocina el ala precautoria del omnivorismo, el otro ala, el de la necesaria experimentación, innovación y desafío pugna por imponer su actividad inscrita también en el código genético humano, en cuanto se dan las necesarias condiciones.

Desde el tránsito de lo crudo a lo cocido o a lo podrido de que hablaba Levi-Strauss, primer paso para la concreción de la actividad incorporadora como actividad cultural, hasta la invención del microondas, la cocina ha sufrido una serie de revoluciones muy espaciadas en el tiempo pero de pasos muy profundos y conmovedores. La fabricación del pan, el aceite, el vino son hitos tan importantes como los del fuego, la rueda o el arado. La invención del “garum” revolucionó la cocina de todo el Imperio Romano hasta su final. La extensión del cultivo de las leguminosas (frijoles, lentejas y guisantes) en la Europa del siglo X supuso un aporte de proteínas en el campesinado que permitió el despegue económico de los siglos posteriores (6). La búsqueda de las especias fue directamente responsable del agrandamiento del mundo conocido por la civilización occidental.

Los intercambios culinarios se hicieron más frecuentes a causa de los descubrimientos geográficos y los intercambios comerciales se acrecentaron con el desarrollo de las comunicaciones. Especias y especies de lejanos países pasaron a engrosar los fondos de cocina de Occidente y a enriquecer la lista de sabores conocidos.




  • (1) Claude Fischler: El (h)omnívoro. Ed. Anagrama, Barcelona, 1995.


  • (2) Claude Levi-Strauss: El pensamiento salvaje, FCE, México, 1989.


  • (3) Citado por C. Fishler: El (h)omnívoro.


  • (4) Marvin Harris: Bueno para comer. Alianza Editorial, Madrid 1990.


  • (5) Henriett Walter: La aventura de las lenguas en Occidente. Ed. Espasa, Madrid 1997.


  • (6) Umberto Eco: Frijoles, lentejas y civilización europea. Revista digital mexicana Opera Mundi, nº 17, julio, 2001. (http://www.operamundi.com.mx/index2.html)

3 comentarios:

Miroslav Panciutti dijo...

Buen post. Procuraré seguir leyendo su continuación durante mis vacaciones. Que el calor te sea clemente.

harazem dijo...

Pero hombre, Miroslav. Descansa, danubiea feliz y olvídate de los ciberamigos por unos días. Trae experiencias y más historias con las que nos deleitas sin desmayo.

Aquí nos quedamos los del verano de siesta y botijo, en la brecha.

Anónimo dijo...

Qué buena idea y qué bien me viene para desgustar tu blog como es debido que yo siempre llego tarde y pensaba que el lío de lectura, era sólo millo. Un point para tu amigo Juan Sepelio, lo saludas de mi parte...a su gata tambien, por persuasiva jeje.

Cuando puedas me indicas donde viene el capítulo que cuenta la suerte del tomate Tomi y si llegó a nacer Pimi, me tiene intrigada. Gracias, pepa.