(del laberinto al treinta)


viernes, 13 de agosto de 2010

Vergüenza (rep)

Libérate, de Manzanita, auténtica banda sonora de esta historia verídica.



Una tarde de junio del año 78 fui con el Nono a pillar hachís al Pink Panther. 1978. Qué barbaridad. Yo era por entonces un universitario bastante entusiasta al que aún no habían mordido los calcañares los perros de la perplejidad y andaba probando todos y cada uno de los paraísos artificiales de orden físico, químico o mental que se me ponían a tiro, que no eran muchos, ni baratos, ni claros y distintos, pero cuya obtención me ocupaba más tiempo que el que, insensato de mí, debería haber dedicado a aprobar las áridas asignaturas de la facultad. Los paraísos químicos se reducían estrictamente, por razones presupuestarias fundamentalmente, a los simpáticos canutitos de hachís que tanto nos hicieron reír y tanta lucidez ingeniosa nos proporcionaron en aquellos divertidos años. Los otros dos se resistían aún a ser colocados en su justo lugar y nos traían en un sinvivir de subidas de testosterona y fervor revolucionario. Y si estas últimas bullían abundantemente en la revuelta olla de las aulas universitarias de la época, el hachís había que conseguirlo fuera de las mismas.

Contra lo que pudiera parecer desde la perspectiva actual, este consumo del simpático estupefaciente no estaba demasiado extendido entre los universitarios por aquel entonces y más bien constituía una especie de comunión grupal de algunos elementos que nos considerábamos más en la onda y flirteábamos con las teorías disolventes de los valores establecidos mediante los ácidos alternativos de la contracultura y la marginalidad que se impartían desde las páginas catecumenales del Ajoblanco y El Viejo Topo.

Se daba casualmente la curiosa circunstancia de que en mi célula de agitación yo era el único originario de un barrio nítidamente popular y obrero y como seguía en contacto aún con muchos de mis amigos de la infancia, algunos de los cuales andaban por entonces en labores de trapiche a pequeña escala con la preciada especia estupefaciente, fui comisionado por ello a menudo por mis compañeros para conseguirla. Yo mercaba una bola de hachís de buena calidad, la llevaba a uno de los pisos compartidos de compañeros foráneos, la pulverizábamos con un molinillo eléctrico de café y la planchábamos mediante un sofisticado sistema en el que intervenía una plancha normal de planchar, unas bolsas de plástico de las de meter frutos secos, un papel de periódico humedecido, una botella vacía y unas dosis infinitas de deliciosa insensatez juvenil. Luego se repartían religiosamente las posturas en función del aporte económico de cada uno y todos tan contentos, aunque lo consumíamos preferentemente en comunidad, en una especie de misas concelebradas donde utopías y risas constituían las principales formas de liturgia.

Así que aquella tarde de junio, en plenos exámenes finales, allí estaba yo, con mi amigo el Nono en la barra del Pink Panther, bajo las fatigosas y casi inútiles aspas de un ventilador de techo, dos cubatas de ron en la mano y la voz de Manzanita lijándonos inmisericordemente los tímpanos. El calor era espantoso. Esperábamos a un camello que acababa de llegar del moro con el culo empetado de bolas del tamaño de un huevo de gallina. Esa misma mañana, según aseguraba el Nono. Al Nono le gustaba prestarme ese servicio, por amistad y porque cuanta más cantidad fuese a comprar más barata conseguía él su parte. Pero no entendía que yo quisiera acompañarlo y aunque accedía, de mala gana, me ponía la condición de que no abriera mucho la boca, por temor a que se me escapara algún mamoneo de palabras raras y me comportase justo lo contrario de lo que realmente era: un pringao estudiante de filosofía, con unas cantosas gafas de concha y una pinta de progre de manual inconfundible. Pero yo no iba a perderme por nada del mundo esas experiencias de buceo en los submundos literaturizados por nuestra febril imaginación.

El tipo llegó y saludó secamente. Con un sordo gruñido al Nono y a mí con un displicente tanteo examinador. Llevaba una camiseta azul con la leyenda de la Columbia University y tenía el aspecto propio de su mismo personaje, al que sumaba el detalle patibulario de un ojo deformado por una antigua cicatriz, lo que le obligaba a mantenerlo en un entrecierre continuo. Me recordó inmediatamente al Seisdedos, el malvado personaje de una novela de Ramón J. Sender que me entusiasmó de adolescente, que tenía un ojo de tiburón y otro de persona, según decía, y al hablar guiñaba uno de ellos, según su estado de ánimo (1). Tras un breve preámbulo en el que el camello comentó los pormenores de su viaje al moro, se llevó a cabo el trapiche sin incidencias. El intercambio de los huevos por los billetes se hizo bajo la barra con un innecesario ritual de cautela. El camello ordenó al camarero otros tres cacharros de lo mismo y sacó entonces media bola del bolsillo. Mientras hablaba esquinadamente de picoletos, aduanas, julais, pringaos, etc., la mordió, arrancó una china respetable, la masajeó ligeramente con los dedos y la lanzó sobre el mostrador. La china llegó rodando justo hasta donde mi mano sujetaba el vaso. Por un momento pensé que el Nono cogería la china y la trabajaría él mismo. Pero el Nono no hizo ningún gesto. Estaba claro quién tendría que trabajar. Mi pericia liando canutos no era por entonces ni sombra de lo que llegaría a ser un tiempo después y sentí cómo el pánico me invadía y se instalaba en la boca de mi estómago en forma de bola de plomo candente. La posibilidad de no ser capaz de liarlo como un profesional delante de semejante público amenazó con paralizarme. Pero en seguida traté de controlar mis pulsos y concentrarme en la faena. Tragué saliva y me dispuse a llevarla a acabo lo más concienzudamente posible. El sudor me corría cuello abajo y sentía las manos completamente húmedas. Me las sequé en el pantalón. Saqué un papel, rompí la punta de un Fortuna, desmenucé el resto sobre la mano, coloqué la china encima y le arrimé la larga llama del mechero. El camello hablaba y hablaba sin echar más cuentas de mí. Hecha la mezcla conseguí traspasarla de la mano al papel con un certero movimiento de muñeca y liarlo con precisión y cierta gracia. Se me aflojó entonces un poco la presión en la boca del estómago y noté un merecido alivio en los músculos faciales. Fue sólo un segundo después cuando ocurrió la catástrofe. Agarrando con la punta de los dedos el extremo el canuto ya liado lo sacudí un par de veces a la altura de mi cara para apretar adecuadamente su contenido. El canuto reventó en el aire y una lluvia dorada se disparó hacia adelante. Yo me quedé muerto con el papelito blanco y roto entre los dedos mientras mis ojos se clavaban en la leyenda de la Columbia University del pecho del camello toda cubierta de hebras de tabaco impregnadas de hachís. Sé que alcé la vista hasta su cara porque vi su ojo de tiburón que me miraba. Y además sentí la maldición muda del Nono trepanándome la calavera. La vergüenza, la lacha, con sus más crudas uñas desgarrándome las entrañas. ¿Qué hacer? ¿Pedir que se abra el suelo y me trague la tierra en ese mismo instante, que unos demonios alados me agarren de los brazos y me saquen de allí aunque sea para conducirme al mismo infierno. Que me fulmine un infarto auténtico con llamada de ambulancia incluida que difumine esta imperdonable torpeza...? Me quedé sin habla. La boca como de cemento. Rojo como la grana y con la piel tirante, a punto de estallar. El tipo hizo entonces un gesto raro y cambió el ojo de mirarme. Su ojo de persona adquirió de pronto un brillo burlón. Se sacudió las hebras de la camiseta, volvió a sacar la media bola, la volvió a morder, masajeó la china y volvió a lanzármela sobre el mostrador. Luego llamó al camarero.

- Anda Curro, ponnos más yelos en los cacharros que con este calor no duran ná.

Para concentrarme de nuevo me puse a pensar en la estólida cara de batracio del catedrático de Historia Contemporánea con quien tendría que enfrentarme a la mañana siguiente en terrible examen oral.

Manzanita mientras tanto insistía con la lija de su voz acompañándonos la vida: Liberateeeeeeeeeee, no timporteeeeee la geenteeeeeeee...




NOTA IMPORTANTE: Dado que este blog se emite a lo largo de todo el día y por lo tanto ocupando de pleno el horario infantil he de aclarar lo siguiente:

Los contenidos laudatorios del consumo de estupefacientes que podrían entreverse vertidos en lo anteriormente expuesto son sólo ejercicios de estilo, elementos retóricos para dar más fuerza a la narración, recurso legítimo para cualquier redactor de bitácoras, tanto como para escribidores de la órbita exterior y no responden en absoluto al pensamiento actual del autor.

Para los niños que accidentalmente hubieran accedido a los contenidos de la anotación he recabado documento gráfico que adjunto como medida disuasoria para que eviten seguir los pasos del triste protagonista de la dicha historia que no es otro que el que esto escribe. No sólo dilapidó el esfuerzo que la sociedad entera hizo por él para que accediera a la Universidad, sino que en la actualidad presenta el siguiente estado, fruto incuestionable de sus repelentes aficiones juveniles:




(1) Epitalamio del prieto Trinidad, uno de los títulos de novela más hermosos que conozco, en la horripilante, aunque entrañable, edición de la Biblioteca General SALVAT (1972), que tanto hizo por nosotros, los lectores pobres, en los años del oprobio y la oscuridad. Una inquietante galería de siniestros personajes sin ley ni moral se paseaban por ella dueños absolutos de una isla-penal caribeña tras el asesinato, en victorioso y sangriento motín, del carcelero jefe en su noche de bodas. (VOLVER)






ESTE POST FUE PUBLICADO EN ESTE MISMO BLOG EL 11/04/05

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Jaajajaja Este post ya lo había leído pero me ha hecho las misma gracia cuando sacudes el canuti, me lo puedo imaginar. Ya podrías haber contado tambien el efecto que te hizo y sin por fin soltaste palabras raras o ni por esas. Que no tienes estudios ya lo sabemos XD

Pd: sigo anónima perdía.

harazem dijo...

Ja veo, J., que te da vergüenza firmar en un blog donde se lian y se fuman porros.

Salú y langostinos!

Landahlauts dijo...

jajaja

Qué bueno! Y de remate, la canción "creando ambiente".

Salud

Gerardo dijo...

Eres un auténtico literato costumbrista-surrealista. He disfrutado mucho Manuel y me he olvidado de la calor un rato.

Isaak dijo...

Manué, te has clavao a tí mismo. Vaya autorretrato fino y conseguido (el de aquél entonces, claro... jejeje)

Un beso, que hace mucho calor pa abrazos ;-DDD

Paco Muñoz dijo...

Manolo eres un monstruo, no por lo feo y mal hecho, que lo eres, y si no al documento gráfico, sino porque mantienes el suspense del lector incondicional durante todo el relato, que lo vive uno como si fuera un corto cinematográfico. Esa es la suerte de los ungidos por la musa de las letras, que hasta la nota adicional y aclaratoria tiene tanto interés como el texto.

lorensito dijo...

¡Qué vergüenza nos haces pasar! ¿Quién lo iba a decir de ti!

harazem dijo...

Isaakkkkkkk, dónde andas jodío?

Grasias, Gerardo, Landah, Paco y el imán oculto.

Andresito, hermano, tuviste tiempo de repudiarme en su momento, ahora ya cargarás con mi apellido hasta que la diñe.

José Manuel Fuerte dijo...

Ese era el Pile, ¿verdad? El del ojo, digo.

harazem dijo...

Me temo que no, Ben-saprut. Tampoco el Bizco de los Patios. Se trataba de un tío de las Margaritas al que nunca había visto antes y al que nunca más volví a ver.