De contenedores y votos
Que el ayuntamiento de mi ciudad me haya distinguido graciosamente hace meses con la instalación de una batería de contenedores de basura justo debajo de mi balcón es sin ninguna duda un dudoso honor. Bueno, hablando mal y pronto, es una marranada de cagarse diariamente en los muertos de alguien con nombre, apellidos, DNI y sobre todo bolígrafo o pluma de firmar órdenes que joderán la vida de personas humanas que independientemente de que paguen o no sus impuestos religiosamente como les gusta remarcar a las personas de orden, no tienen culpa de sus frustraciones sexuales. De las de los cabrones firmantes, no de las suyas propias.
Pero una vez conformada la imagen en mi mente de los restos (óseos o cinerarios) de los antepasados de mi ocasional torturador firmador de órdenes completamente embadurnados de mierda, he de confesar que aparte del sufrimiento cotidiano a tiempo completo, diurno y nocturno, del cloncloneo de las tapas de los contenedores, del clinclineo constante del arrojamiento de botellas en una zona donde hay más bares y más borrachos que farolas, del rebusqueo diario y reiterado de los rumanos con sus contundentes herramientas rebañadoras, de las sucesivas y cotidianas maniobras de vaciamiento de contenedores mediante atronadores camiones volquete (0'30, 2'30 y 4'30 de la ma-dru-ga-da), del apocalíptico estruendo de millares de vidrios estallando al unísono durante las correspondientes del contenedor de vidrio a las 7'30 de todos los sábados del año coincidiendo puntualmente con los más reparadores estadios de la fase REM de mi sueño, del poderoso foco de atracción como productor de ruido acompañante de sus vociferios de los contenedores de plástico para las hordas de descerebrados festivos y con sus escasas neuronas maceradas en alcohol que suben calle arriba de la zona saturada de bares de copas de la Ribera todos los fines de semana y fiestas de guardar, he de confesar, digo, que alguna sustancia positiva he de sacarle y le saco a tamaña acumulación de disturbios insoportables para el normal desenvolvimiento de mi vida.
Y ello es la posibilidad de comprender el sentido del mundo desde un privilegado observatorio-laboratorio a través del estudio del comportamiento de mis congeneres en lo que respecta a sus obligaciones ciudadanas en el apartado de desembarazamiento de los residuos que produce el consumo en sus casas. Así, aprovecho mis ocasionales y otrora placenteras asomadas al balcón para comprobar el grado de acierto de mis vecinos arrojando sus bolsas de basura en el contenedor correspondiente. Los resultados del improvisado, pero muy acertado, estudio, son demoledores y han conseguido disolver los escasos jirones de esperanza en el género humano que me quedaban en el ácido de la cruda realidad.
Terrorífico descubrimiento de que esa cruda realidad muestra a un 90% de mis vecinos que jamás de los jamases acierta a arrojar su bolsa de basura en el contenedor correspondiente a la naturaleza de la misma. He de aclarar que la composición social de mi barrio es heterogénea, predominando claramente los estamentos popular de carácter obrero y el de jubilados sobre el más reciente sobrevenido, pero cada vez más importante, de profesionales de carrera de buena posición (médicos, arquitectos, catedráticos de universidad...) y que todos ellos forman parte del mismo porcentaje. Por otra lado están los establecimientos hoteleros de baja categoría cuyos empleados parecen especialmente entrenados para errar con el contenedor justo. Excepción son los empleados de los muchos bares que eso sí, cargando con portacajas con varias decenas de botellas, parecen sentir un especial placer en usar el contenedor justo, el de vidrio, y pausar convenientemente el estallido de cada una de ellas. El de papel es raramente usado por ninguno de los arrojantes. No quiero pensar que la causa sea el escaso uso de encuadernado dedicado a la lectura, aunque las grandes cajas de cartón son inevitablemente colocadas en el suelo apoyadas sobre los contenedores para que los operarios de la empresa de recogida de basuras se los administren como consideren oportuno. Es en los otros dos contenedores, el de orgánica y el de inertes en el que más divertida resulta la comprobación de la dislexia recicladora de mi distinguido vecindario y del absolutamente flexible horario que de su uso hace, pasándose limpiamente por el arco del triunfo el que las normativas municipales ordenan. Hace un momento mientras escribía el anterior párrafo -son las 8 de la mañana- he podido comprobar cómo un señor que vive en la esquina se acercaba con una carretilla de albañil abarrotada de ramas y hojas de naranjo, ha pasado los primeros contendores (vidrio y papel), ha obviado el de orgánica y se ha dirigido decididamente al de inertes para arrojar la evidente carga de materia orgánica resultante de la poda del arbolaje de su patio. Con todo el convencimiento del mundo y con dos cojones. La viceversa, o sea el arrojar la orgánica en la de inertes, es compensatoria y lógicamente equivalente. Lo que la experiencia visual de este trabajo de campo me ha mostrado es que rara vez, muy rara vez, alguien usa los dos contenedores portando dos o más bolsas. Inevitablemente todas irán a la misma. No he podido lógicamente comprobar sus contenidos por lo que la habilidad y obligación de reciclar y separar ecológicamente residuos de mis vecinos permanece para mí en el misterio. Al menos me queda el alivio de saber que si separan y arrojan lo separado en el mismo contenedor el nivel de acierto se sitúa exactamente en un 50%. Pero me temo que no es ese el caso y que tanto si portan una como si lo hacen con más mis queridos vecinos hacen convivir amigablemente en ellas inertes y orgánico. Poco discriminadores que son ellos.
Todo esto no es algo que me preocupe a nivel de ecología global, teniendo en cuenta que según tengo entendido el 90% de la contaminación mundial es producido por los residuos de las grandes empresas y no por los del consumo particular, pero sí que me preocupa a nivel estrictamente sociológico, y más aún, político. Porque claro si la práctica totalidad de los miembros de mi vecindario no es capaz de distinguir, separar y procesar su eliminación en el lugar exacto la propia mierda física que genera es lógico que no sea capaz de distinguir, discriminar y usar correctamente en la urna correspondiente sus papeletas de voto. O sea claramente los productos de su propio mundo interior. Confundiendo, mezclando, contaminando todas sus manifestaciones sensoriales y espirituales, sus intereses particulares y de clase y sus instintos de supervivencia en el mismo saco de mierda, convertirlo en una unidad de destino en lo electoral y verterlo en el contenedor de una urna en forma de un voto al Partido Putrefacto. O en el mejor de los casos al Partido Seriamente Obstruido Entestinalmente. O sea votar a la más putrefacta y hedionda casta política que ha sufrido este país en toda su breve e intermitente historia de regímenes constitucionales.
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