(del laberinto al treinta)


martes, 21 de mayo de 2019

Esperando a los bárbaros (como cada finde del año)

Parte de guerra del segundo fin de semana de mayo 2019.

SÁBADO, 18 de mayo.

Desde media tarde y en lapsus consecutivos de unos 15 minutos, diversas hordas de subhumanos aulladores de ambos sexos, pero de idéntica incapacidad craneana pertenecientes a la subespecie de los despedidores/as de la soltería de uno de sus ejemplares, normalmente el más cercano etológicamente a la ameba común, subieron y bajaron la calle apoyando su natural capacidad fonadora para emitir estridentes sonidos sincopados, con silbatos, vuvucelas, altoparlantes con musiquillas enlatadas y otras múltiples armas de destrucción masiva de los centros del equilibrio del vecindario. Los antropólogos nos enseñan que la unidad de la horda se mantiene con los sonidos que le son propios y que se repiten ritualmente (gritos, golpes, palmas y cantos).

La policía municipal encargada de velar por los derechos más básicos de ese vecindario, de defender la civilidad de la ciudad de los salvajes que en turba la destrozan litúrgicamente finde tras finde, debía estar muy ocupada en otros menesteres más sustanciosos para el bien común que se me escapan. Como cada fin de semana, al cerrar el antro ese en el que se hacinan para efectuar sus danzas rituales de apareamiento los más vistosos de entre los jóvenes ejemplares locales de orcos mentales, o sea a las 4 de la mañana, o sea el SOHO de la Ribera, las hordas suben la calle aullando, golpeando como los simioides de Odisea Espacial 2001 los coches, los contendores, las papeleras, las farolas, los timbres (anoche tocaron cuatro veces el mío). Sé que son locales porque aúllan o farfullan, ya más comedidamente, cuando mean –de pie los machos contra los contenedores y en cuclillas y entre ellos las hembras– con perfecto acento cordobés.

Pero anoche ocurrió un fenómeno muy extraño. Entre las 4 y las 5 de la mañana y sin que ninguna autoridad pagada con los impuestos de los vecinos víctimas apareciera para reprimir a los victimarios, no subieron hordas en oleadas, sino que fue una sola y enorme oleada que tardó esa hora en llegar desde el Portillo a Capitulares. Completamente desvelado me asomé al balcón y me quedé estupefacto al descubrir que las distintas hordas se habían confederado y marchaban juntas. También descubrí que junto al inconfundible acento del orco nocturno cordobés se escuchaban en los gritos pelados otros acentos de otras partes del país, especialmente por parte de hordas de despedidores de soltería. Por otra parte no hacía falta esforzarse en distinguirlos porque ellos solos ya lo hacía por su mamarrachismo vestimentario. Lo que me movió a soberana extrañeza es la constancia de que, en esa etapa de la evolución de la subhumanidad, las hordas aún no han aprendido a hacer pactos y mucho menos organizar confederaciones, porque su nivel de desarrollo social evolutivo no da pa eso. Yo no sé si existe algún experto local en etiología de esas hordas nocturnas, si existe algún Félix Rodríguez de la Fuente aficionado o profesional que haya dedicado suficiente tiempo a estudiarlos y que nos ilumine sobre ese extraño comportamiento.

Una hora de reloj estuve en el balcón, esperando a que las últimas hordas confederadas de orcos desparecieran tras la curva de Diario de Córdoba. Y como de la autoridad, como manda la tradición findesemanal desde hace un par de años, incompetente para esos menesteres de proteger al vecindario pero tan competente para crujirnos a multas por un quítame el coche del contenedor aunque sea unos minutos, no apareciera ni la más mínima sombra, decidí tomarme la cumplida venganza que llevaba planeando desde hace más de un año. Me diréis que podía haber llamado a la policía. Y yo os diré que mi religión me prohíbe hacer tal cosa, a no ser por causa muy muy mayor y muy absolutamente imprescindible. La experiencia me enseñó desde niño que un poli siempre es un peligro, y que las posibilidades de que acabes empapelao tú, también o exclusivamente, que los has llamado, son portentosamente altas. Pero esta mañana un vecino, ateo de esa mi religión, me ha dicho que él sí lo hizo y que le dijeron que darían una vuelta, pero que no podían hacer nada. Hay tradiciones entrañables que no cambian, sobre todo la de decirte en el caso de las hordas aulladoras que vamos pa allá y aparecer cuando ya no queda ni dios y has conseguido pillar de nuevo el sueño y vuelta a empezar la rueda del insomnio.

Pero esta vez me he armado de valor y he decido por fin llevar a cabo un plan amasado durante meses para tomar medidas que puedan escarmentar a las bestias bramantes. Hace tres días que me llegó el pedido y he pasado un buen rato esta tarde preparándolo. Se trata de unas cajas que contienen colonias perfectamente estabuladas de un tipo de ladillas africanas, concretamente originarias del área del lago Kariba y que constituyen unas terribles plagas endémicas entre los pueblos de la etnia batonga, cursando con terribles picores en las partes pudendas y para la que no existe remedio conocido. He ido abriendo y derramando sobre la masa de los orcos y las orcas una cajita cada diez minutos, de manera que creo haber conseguido que no se escape ni un solo ejemplar sin su buena ladilla entrepernera.

Así, queridos amigos y queridas amigas que vivís en los barrios del extrarradio y tenéis aún en casa crías susceptibles de convertirse los findes en miembros de manadas de simioides aulladores en los barrios ajenos, si vuestras criaturas se pasaron todo el sábado rascándole los güebos o el chocho como los monos salvajes que en realidad son, ya sabéis dónde estuvieron y a quiénes jodieron su derecho al descanso como cada fin de semana del año, sin faltar uno. Y no os esforcéis: con los medicamentos de las farmacias esas ladillas se hacen cubatas.

En cuanto a la policía municipal… no os pienso contar lo que he pensado para castigar su monumental incompetencia, la supina crueldad y el desprecio con que nos trata a los vecinos de casco histórico, concretamente a los sufridísimos de la calle La Feria y alrededores.

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