(del laberinto al treinta)


martes, 27 de diciembre de 2005

Quién no fue alguna vez un grillo


En una escondida plaza de Shaoxing cuatro ancianos apuestan compulsivamente en las carreras. Han habilitado un pequeño hipódromo con dos cuerdas sobre el suelo y hacen correr a dos insectos grandes, muy negros, que me parecen alguna clase de grillos, a lo largo de una cancha de un metro de larga. Cuando uno de ellos consigue llegar a la meta los ancianos representan un jocoso ritual de intercambio de arrugados billetes entre palmadas y apretones. Seguidamente colocan de nuevo a los animalitos en la línea de salida. Ni una sola vez me dirigen la mirada. Parecen vivir para eso.

Según el Tao la identidad es el origen de todas las cosas, y los entes solamente encuentran diferenciación en el acto de hacerse manifiestos, pero tal diferenciación no es originaria, sino fenoménica, porque lo originario es la unidad ontológica del Tao.

Tres días después regateo ferozmente con un vendedor de falsas antigüedades en la esquina de un callejón del viejo Shanghai. Sólo uso los números en un mandarín que aunque supongo penoso es entendido perfectamente. Del resto se encarga el lenguaje universal de los gestos. El recio protocolo que los vendedores chinos imponen en su oficio pasa por contrarrestar los desorbitados precios que adjudican de entrada a sus mercancías con una oferta de compra rayana en la ridiculez o la miseria. Ello estira desmesuradamente cualquier sencilla operación mercantil en un arco tensional que puede llevar en una sola sesión y gradualmente de la más sana diversión a la irritación más biliosa. Como ocurre en sus inacabables e incomprensibles óperas. Cuando la ceremonia se encuentra en su punto álgido descubro que un nutrido grupo de observadores nos ha rodeado regocijándose visiblemente en nuestra pugna. Sus simpáticas caras chinas, sus oblicuos parpadeos y su silabeo cantarín me parecen un marco incomparable para la actividad en que me hallo engolfado. Señalan con gestos de cabeza alternativamente al vendedor y a mí, como calibrando las habilidades de cada uno para salir con bien de aquel negocio, mientras parecen comentar entre sí los pormenores. Se nota que se divierten con el espectáculo, aunque yo, por supuesto, no entiendo ni uno solo de los endiablados fonemas que emiten. Tras conseguir un buen precio, o al menos eso me parece a mí, por una hermosa cabeza de Buda de bronce, y con ella bajo el brazo, me despido jocoso, yo también, de la concurrencia . Al doblar la esquina, y antes de sumergirme en el terrible fárrago del tráfico me asalta de pronto, relampagueante, una sospecha, un barrunto fugaz fundado sutilmente en algo entrevisto en otra ocasión y ahora recordado de repente en las miradas del coro de espectadores. Me vuelvo rápidamente a la esquina y medio escondido alcanzo a verlos aún allí, en el mismo sitio, todo risas, intercambiando los yuanes de una mano a otra, repartiéndose los premios de las apuestas cumplidas de la carrera en la que he sido involuntario grillo. Lo peor del asunto es que, como los grillos de los abuelos, nunca llegaré a saber si he resultado ganador o si ha sido el grillo favorito el que les ha hecho ganar su dinero.

Comentarios
Jajaja, ¡fantástico! me encantó.
P — 29-12-2005 15:16:06

1 comentario:

Manuel Marcos dijo...

Genial, Manuel, el Uno primordial nos convierte a veces en objeto de apuesta, y nos reencarnamos en grillos.

Salud
Manuel Marcos