(del laberinto al treinta)


jueves, 8 de marzo de 2007

BEATIFICACIÓN DE UN MÁRTIR

Esta es una historia verídica. Me la contó mi amigo Juan Sepelio a quien a su vez se la había contado su anciano abuelo, que conoció de primera mano al personaje y los hechos ocurridos en los aciagos días del comienzo de Nuestra Cruzada de Salvación Nacional. La circunstancia de que lo hubiera hecho pocos días antes de morir le da un especial valor al relato como documento testimonial casi testamentario.

El Padre Balbino, Fray Macocas según el cariñoso motecillo que le colocaron varias generaciones de discípulos que por sus manos pasaron, fue un santo varón uncido por una mirífica beatitud que dedicó su vida a vivir intensamente una a una las enseñanzas del Evangelio, con especial predilección por la que marcaría indeleblemente su camino profesoral: Dejad que los niños se acerquen a mí. Fue durante toda su entregada existencia profesor de catecismo de un afamado colegio religioso en un gran pueblo andaluz. Su entusiasta dedicación catecumenal le llevó a ampliar las actividades a que le abocaba su profunda vocación pedagógica fuera de las aulas en las que impartía la doctrina de Nuestra Santa Madre Iglesia Católica y Romana, ejercitando un sistema de enseñanza individualizada, niño a niño, para convertir en clase práctica su acendrado amor por la infancia desvalida. Apartábase con ellos a los rincones más recóndidos del huerto limonero del colegio donde nada ni nadie perturbar pudiera la concentración necesaria para tan elevado fin. Por ello casi todos los niños del lugar acabaron tarde o temprano participando en las particulares lecciones manuales y salivales del buen cura, a quien puede considerarse el inventor de la sutil maniobra didáctica de la búsqueda de gusanitos en los apretados bolsillos de los tiernos infantes, que tanto éxito tendría después entre sus seguidores, antes de pasar a los más suculentos misterios gozosos de su particular catecismo maniobrero.

Las lecciones del padre Macocas quedaron indeleblemente grabadas en la mente de varias generaciones de criaturitas que fueron sus discípulos y el recuerdo de sus paponas, pero hábiles, manos y el de la untuosidad bendita de sus unciones salivales conservados secretamente en sus corazones para el resto de sus vidas.

El padre Macocas murió el 17 de julio de 1936 en acto de servicio al caer por la escalera de la torre de la iglesia tras enredársele los pies con la sotana cuando perseguía a un díscolo rapazuelo de rubicundas mejillas que se negaba terca e insensatamente a que le administrara dosis alguna de sus especiales enseñanzas doctrinales. Fue una pena que no hubiera esperado un par de días más, en cuyo caso hubiera sido fusilado, o algo peor, por las hordas rojas de exalumnos que asaltaron el colegio en los primeros días de la Cruzada para tal fin, con lo que el expediente hubiera contado con el marchamo de una circunstancia de mucho más caché martirial. Pero de eso (se lo digo en confianza al señor Obispo), con el follón subsiguiente que se armó, casi nadie se acuerda... Yo creo que lo podríamos fusilar nominalmente con toda tranquilidad.

Es así que quiero ofrecerle este relato martirial al Señor Obispo en mi modesto convencimiento de que puede servir para beatificar a un hombre santo y justo que dedicó su vida a la procura de la felicidad de los niños, y de paso llenar de gozo la suya propia. Y, si la causa prosperara, podría comenzar prestamente la subsiguiente de santificación. Ello permitiría convertirlo en santo patrón de un colectivo eclesiástico injustamente relegado como es el de los curas que siguen la máxima evangélica que guió la vida de nuestro mártir compartiendo sus voluntariamente reprimidas libidinidades con los niños a los que enseñan, de los que profesan en la aún incomprendida orden de Los Padres Sobones. Y aunque el patronazgo pudiera extenderse a los seglares que practican también con fruición la dicha máxima evangélica, sería en la eclesiástica donde más éxito tendría dado que el número estadístico de sus seguidores entre la santa profesión es infinitamente superior a la de cualquier otra, sea la de albañil, director de banco, homeópata o registrador de la propiedad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho este blog.

Anónimo dijo...

Manuel, algunas veces lo bordas.
Salud y República Laica.

Anónimo dijo...

Manuel, algunas veces lo bordas.
Salud y República Laica.