(del laberinto al treinta)


miércoles, 23 de mayo de 2007

Esaborío de la feria

He de reconocer abiertamente y ya de una vez por todas que yo siempre fui un esaborío. Me ha costado asumirlo a pesar de que llevo desde pequeño escuchando a todo el mundo aplicarme semejante apelativo. Y eso que no me reconozco en la definición que de él da el diccionario. Pero la gente siempre tiene más razón que el diccionario, porque el lenguaje es suyo y no de los académicos.

El caso es que a mí nunca me gustó la feria. Un caso probado de esaboriúra empedernida como cualquiera puede deducir. A pesar de que he hurgado en sesudos tratados de fobiología nunca conseguí averiguar la clave exacta de la causa. Yo creo que es una fobia innata. Algún gen modificado de esos que dicen los científicos que son el motor de la evolución o de la extinción de las especies. Puede que si ese gen se entroniza en la corriente adenómica de los cordobeses la peculiar raza de degustadores de peroles, de ferias y romerías y de humeantes cofradías se extinguiera en esta ciudad. Pero por mí no cuidéis, que yo siempre me supe resistir a la tentación natural de autoreplicarme y el gen morirá soltero en mis testículos.

Existe un documento gráfico, que por supuesto no pienso mostraros, en el que aparezco atrozmente disfrazado con una camisita de flores cuyos faldoncillos han sido estúpidamente anudados a la altura de mi ombligo, un pantalón negro, y supuestamente estrecho, sujeto con una ancha faja y portador de un sombrero cordobés que más que encasquetado parece embutido en mi cabecita de niño de 6 años. Lloro a moco tendido y me resisto heroicamente a la mano de mi madre que trata de arrastrarme hasta la feria. Supongo que mi padre trataba de hacer alguna foto a aquel ser momentáneamente descoyuntado que sólo quería que le quitaran el mamarracho disfraz y lo dejaran en paz con sus tebeos y sus juguetes en la casa. Pero el pobre sólo pudo plasmar la imagen de la esaboriura irremediable de su hijo.

No sé cuantas veces pero me llevaron muchas veces a aquel lugar horripilante. Lo que nunca creo que consiguieran fue hacerme subir a ninguna de aquellas máquinas de torturar los centros del equilibrio a las que llamaban los cacharritos. Sólo me sentía medianamente estabilizado emocionalmente en alguna de las casetas populares favoritas de mis padres atiborrándome de patatas fritas y grasiento pollo asado. Pero también recuerdo con pavor el espantoso ruido ambiental en el que se mezclaban las hirientes salmodias de la tómbola, con la desabridez de las voces epicenas de los cantantes de sevillanas y los agresivos pregones de las atracciones. Los chillones destellos del alumbrado y el barroquismo pueril de la decoración farolillera. Y el olor a vinazo mezclado con el polvo de albero que levantaban los pies de los miles de oficiantes de aquella absurda dramaturgia de la diversión.

Pero no creáis que guardo rencor a mis padres. Hicieron lo que tenían que hacer unos buenos padres como los míos. Y lo del disfraz de flamenco debía ser normal que se infligiera a los niños. De hecho los niños y las niñas eran los únicos en aquellos tiempos a los que se podía ver disfrazados de flamencos en el real. Con el tiempo y muy avanzados los años 80 comencé a contemplar con estupor cómo muchas mujeres adultas comenzaron a disfrazarse con traje de faralaes para cumplir los rituales festivos de mayo. Y el colmo de la estupefacción ha sido observar en los últimos años a cientos de señores perfectamente adultos embutidos también en el disfraz de cortijero señorito andaluz que ha acabado por convertirse misteriosamente en el traje masculino folklórico de estos pagos. Es curioso como al contrario del resto del mundo, donde el traje folklórico responde siempre a la vestimenta de domingo del pueblo bajo, explotado, en Andalucía se ha acabado asumiendo la de diario del explotador.

De adolescente y joven pollo sólo fui ocasionalmente arrastrado a la feria, esta vez por la mano de mis escasos amigos, pero sobre todo por la de los ardores de la entrepierna, ya que se suponía que en la vorágine ferial y en el provisional relajamiento moral subsiguiente tendría más oportunidad de pillar cacho de carne femenina tierna y perfumada, una de las escasas competencias que soportaban mis intelectuales ocupaciones de niño rarito y esaborío. Tras varios años seguidos de intentos desesperados nunca me jalé una rosca. Así que un día decidí convertirme en un no consumidor de feria, en un adepto a la secta de los abominadores de ese enorme botellón legal y disparatado.

Ahora ya sólo soporto cada año desde mi azotea cuando me llega como el rugido lejano y sordo de una gran bestia que se reclama víctimas al otro lado del río, alejado ya por fin felizmente de la ciudad.

Pero sigo en la prensa su problemática, el feroz talibanismo de los tradicionalistas, la monstruosidad de su crecimiento, el tremendo dolor que infligen, para degustadores de la sangre y de las moscas, los matarifes finos a los toros en la plaza o la tortura sistemática a la que cientos de tipos de caracolillo pescuecero tocados de ala ancha someten a sus caballos obligándolos a caminar entre el gentío con ellos encima, con un ruido ensordecedor, bajo un sol inclemente y a destrozar sus cerebros con la dentera del chasquido de sus pezuñas contra el asfalto.

Pero no seáis mal pensados, que no me alegro de que este año estén cayendo chuzos de punta en el recinto ferial.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Como andaluz estatutario no me cabe más remedio que confesar que soy un auténtico desastre. A veces tengo verdadero pavor a que alguien me señale con el dedo y acabe la Junta por ostracarme en un poblachón manchego hasta que me confiese degustador practicante de alguna de las señas de identidad del país: feriante, cofradiero, peñista, romero, chistoso variedad ceceante o seseante, et caetera.
La última vez que estuve en la feria fue en el año 1986. Aún se ponía en los Jardines de la Victoria. Unos compañeros me invitaron a tomar una copa en la caseta del Partido Socialista de Andalucía. Era mediodía. Sobre el escenario, unos chiquillos bailaban sevillanas de academia, y las repetían calcadamente una y otra vez, y otra vez más, mientras sus padres se extasiaban hasta el extremo de ignorar secarse las babas de cuando en vez.
Con aire de finlandés, me tomaba mi copita cuando alguien pasó a mi lado, gesticulante, y con voz aguardentosa y difícilmente inteligible. Un fantasma, sin duda, pero era él. Era Don José Isbert, vestido de chaquetilla corta y pantalón milrayas, con las cachas nacaradas de una pistola de juguete asomándole en la cadera. Y todo comenzó a tener sentido: la falsa pared de falsa cal, la falsa maceta con falsas flores, la falsa ventana con falsa reja, el falso mantón de Manila sobre el falso muro...

Azul... dijo...

Que alegría me has dado, me sentía un bicho raro porque no me gusta la feria y mi familia me lo critica siempre que puede!!!
Llevo dos años invicta: novoynovoyynovoy!

Un besote!!!

harazem dijo...

Ya, pero lo tuyo no tiene mérito, amiga Azul. Al fin y a cabo tú le das pena a la sociedad ferianta por no saber entenderla, a nosotros nos ven constantemente con la ET (Esaborío Traidor)marcada a fuego en la frente.

Anónimo dijo...

Ja, ja, me has recordado una foto mía que tengo bien guardada, vestida de flamenca y con la cara mohína porque mis padres se empeñaban en ponerme un sombrero cordobés...

Anónimo dijo...

Estuve tentada de rogarte que pusieras la foto pero lo olvide creyendo que no serías capaz, me has sorprendido, estás guapísimo je..je..

hencarna