Soldadito israelí, soldadito terrorista
A lo largo varios años viajando por diversas partes del mundo he ido descubriendo algunos de los destinos seguros para los israelíes, sobre todo para los jóvenes. Es algo que los turistas, como el resto de los ciudadanos, israelíes tienen que asumir como precio por sostener a gobiernos racistas que practican el crimen y el robo como única diplomacia con sus vecinos. Suelen ser lugares muy exóticos y muy alejados de lugares donde pudieran rozarse con poblaciones musulmanas y espero que pronto, con cualquieras otras. Yo recuerdo especialmente dos: la playa de Hat Rin en Koh Phangan, una preciosa isla del golfo de Tailandia, y León en Bolivia. En Hat Rin, un lugar frecuentado exclusivamente por mochileros, es tanta su afluencia que incluso los menús de los restaurantes-chiringuitos están en hebreo y sirven comidas mediorientales como el hummus y el falafel en pan de pita. La mayoría de esos jóvenes son recientes exsoldados. El ejército israelí les va guardando una paga a lo largo de todo el servicio militar, una masita que les entrega de golpe cuando terminan. No sé cuál es el porcentaje, pero muchos de ellos en lugar de invertirlo en un piso o en montar un negocio se lo gastan, todo o parte, en un viaje. Suelen ser bastante difíciles, abusivamente exigentes y dados a las pasadas alcohólicas y a crear problemas de orden público, estadísticamente con más frecuencia que los mochileros de otras nacionalidades. Me imaginé siempre que el tipo de vida a que los gobiernos de su pequeño estado los obliga a llevar en el que se incluye la comisión de bastantes crueldades gratuitas podía explicar sus reacciones al ser liberados. Así que yo traté siempre de evitarlos, no por su calidad de israelíes, sino por su calidad de desagradables gamberros.
Pero también siempre traté de evitar que me nublara la consideración que concedo a cualquier persona, sólo por el hecho de serlo, su condición de soldados de un ejército que ocupaba ilegalmente territorios de otro pueblo y cuya principal misión es ejercer una brutal represión a la población civil con el fin cada vez más evidente de expulsarlos y quedarse con sus tierras. Eso lo viví en la propia Palestina donde por viajar en los autobuses que usaban los árabes experimenté en carne propia la chulería, la soberbia, la violencia y el trato humillante con que regalaban sistemáticamente al pueblo ocupado. Pero ya digo que siempre evité percibir a cualquiera de aquellos chavales de apenas 20 años que compartían techo conmigo en un chiringuito de playa como miembros de ese ejército, alguno como aquel que en un autobús, recién salidos de Belén, me pasó las hojas del pasaporte con la bocacha de un M16, con la gorra militar en plan béisbol, unas gafas de sol caladas y un chicle en la boca, después de expulsar a empujones a una llorosa mujer con un niño de pecho al que afirmaba llevar al hospital de Jerusalén. No me costaba demasiado, aunque tampoco me salía espontáneamente.
Pero probablemente la próxima vez que me los encuentre ya no seré capaz de ese autocontrol. Después de la matanza, masacre, genocidio o cualquiera de los términos que pueden emplearse para definir la criminal actuación del ejército israelí con la población desarmada de Gaza no sea capaz de soportar la visión de esos jóvenes cerca de mí. Pero no porque me pudieran asaltar el recuerdo de las terribles imágenes de las matanzas en las que pudieran haber participado, sino porque lo que me asaltará será la idea de que en un momento de mi vida he deseado su muerte, la de esos chicos que ríen, comen y se emborrachan bajo las palmeras del trópico. Cada uno de ellos que muere puede significar el que dejen de morir un montón de seres humanos inocentes en sus propias casas, bajo sus bombas de fósforo, bajo la lluvia de sus balas, bajo las cadenas de sus bulldozers. Un par de días antes de haber leído la estremecedora Gaza: carta a un soldado israelí de Ricardo Royo-Villanova me había acordado de aquellos chicos que jugaban con la olas y bebían cervezas y había pensado lo mismo. Que ya sólo podría verlos como terroristas sanguinarios, asesinos minuciosamente entrenados para matar niños, mujeres y hombres indefensos, piezas más o menos voluntarias de un engranaje de muerte y destrucción que tiene como fin último una limpieza étnica, la perpetración de una Shoa con un pueblo al que consideran inferior y digno de ser exterminado, exactamente igual a la que sufrieron los 6 millones de ciudadanos judíos de Centroeuropa a manos de los nazis.
Si alguien, con alguna sensibilidad y con voluntad de oir a alguien que está viviendo la masacre in situ y que carece de los medios que la poderosa máquina propagandística nazionalsionista está derrochando para que la sangre de sus propios crímenes no le manche la reputación, tiene alguna duda debería escuchar estas dos crónicas radiofónicas de un activista que ha conseguido entrar en la Franja de Gaza y cuenta lo que ve. El nerviosismo que sus palabras han causado al embajador del estado de Israel en España, que lo ha puesto en el punto de mira de los terroristas judíos que ya lo han amenazado de muerte y de los servicios secretos israelíes, indican que está haciendo pupa. Estas dos crónicas sólo han sido retransmitidas por radios libres, ya que los grandes medios, El País, entre ellos, se han negado a amplificar su acusación directa y sin medias tintas de complicidad con los crímenes israelíes a Zapatero, Moratinos y María Teresa de la Vega.
ALBERTO ARCE DESDE GAZA (12/01/09)
ALBERTO ARCE DESDE GAZA (19/01/09)
Una de las cosas a las que Alberto Arce hace referencia es al inquietante hecho, que acabo de leer también en ESTA PÁGINA, de que la Ertzaintza, la policía autonómica vasca, entrena a sus mandos en Israel. Da miedo pensar las cosas que les estarán enseñando ¿no? ¿Quienes harán de palestinos para los valientes soldados del lehendakari llegado el momento de poner en práctica lo aprendido?
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