(del laberinto al treinta)


viernes, 19 de octubre de 2018

La(s) memoria(s) histórica(s)

La desaparición de las esquinas de nuestras calles y plazas de los nombres de los criminales que perpetraron el genocidio, secuestraron el estado y se repartieron el botín de guerra a partir de julio de 1936 tiene que ejecutarse higiénicamente sin más dilación. Cada día que pasa su memoria ensalzada, la de ellos, la de los victimarios, infama a la otra, la de sus víctimas, asesinadas, represaliadas y robadas.

El mayor milagro de La Transición consistió fundamentalmente en que el régimen más criminal de Europa después del nazi alemán, su hermano de (mala) leche, que destruyó con inusitada saña una democracia parlamentaria homologable políticamente a cualquiera de sus equivalentes europeas, pasase a considerarse tras su final, oficial y simplemente, el régimen anterior, al que se le concedía incluso la condición de legítimo, de estado de derecho, al genocida el anterior Jefe del Estado con derecho a ser venerado en un demencial mausoleo de exaltación criminal y la pléyade de sus sustentadores, asesinos o colaboradores en los crímenes que se perpetraron, probos ciudadanos con derecho a rótulo callejero los muertos y a sentarse en el nuevo parlamento algunos de los vivos. Es decir, en mantener incólume la justeza de la memoria de los criminales y la impertinencia de la de las víctimas. Y la más absoluta de las impunidades. Caso inédito en esa Europa que después hizo la vista gorda cuando le llegó también la hora de participar del botín.

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